Así me humillaron en el metro de Medellín

Así me humillaron en el metro de Medellín

"He ido varias veces a la ciudad después de mi experiencia, y nunca he querido subirme de nuevo, incluso creo que nunca lo haré"

Por: Fernando Botero V.
octubre 16, 2018
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Así me humillaron en el metro de Medellín
Foto: Luismagur - CC BY-SA 3.0

Si hay algo que los medellinenses amen más, después de su propia madre, es sin duda el metro.

Emblema, icono, símbolo, su Coloso de Rodas, su Keops, su ego mismo, es casi su razón de ser.

Hace casi dos años me humillaron de la forma más mísera y cobarde en el metro, y nunca quise como periodista decir nada a parte de quejarme con algunos cercanos.

Pero hoy me motivo hacerlo a raíz de múltiples comentarios que me han hecho personas que viven en la Capital de la Montaña y la Ciudad de la Eterna Primavera sobre el trato despectivo, frío y descortés de algunos funcionarios que atienden en las taquillas o ventanillas, lo que sea.

Llegué a Medellín a un evento y del aeropuerto al hotel le pregunté al taxista que cómo era lo del metro, quería hacer un viajecito por esa máquina surrealista a la que todos los que llegan a Medellín se quieren subir a dar una vuelta. Surrealista por aquello de que ni la capital Bogotá lo tiene, surrealista porque la plata para pagarlo salió del sombrero del gran mago Uribe Vélez, cuando estaba casi que empeñada la ciudad, y porque viajar en él es el gran “sueño” de todo colombiano promedio antes de morir. De hecho, yo debo ser un colombiano promedio, nunca lo he puesto en duda.

Pues bien, cerca al hotel estaba la estación La Floresta. Me dirigí con entusiasmo y feliz como un niño con un juguete nuevo a dicha estación. Según lo que me dijo el taxista, debía pedir que me cargaran la tarjeta por cinco, diez, quince mil pesos o lo que quisiera.

Cuando llegué vi solo dos taquillas y apenas como cinco personas en fila. Al llegar a mi turno le hablé entusiasmado a la cajera, esperando de ella una sonrisota con un letrero enorme en su cara diciéndome “bienvenido, estamos felices de tenerte con nosotros”, bueno no tanto así.

—Niña, ¿por favor me carga cinco mil pesos?— le dije.

—¿Cómo así? Esto no funciona así— me respondió algo tosca y molesta. Mejor dicho sentí como si me quisiera decir: "metro sí, pero no así”.

Al ver su actitud grotesca contra un usuario, le reclamé que yo apenas llegaba a la ciudad y que no conocía, que mejor me informara y no se pusiera brava. Pero lo que le dije fue como un insulto para ella, porque la señora de inmediato me increpó más subida de tono, más malhumorada.

Yo veía que esto se estaba “calentando” y le dije… “mire, cargue lo que usted quiera y deme la devuelta ya mismo, que la gente ya está impaciente”, pues la fila que era de pocas personas ya llegaba como a diez usuarios.

Me cargó lo que quiso —la verdad nunca supe cuánto—, me dio la devuelta y acto seguido le dije que haría una denuncia por su mal trato y grosería. De inmediato ella me respondió “usted conmigo se estrelló”, algo así como “usted no sabe quién soy yo”, pero esta vez de parte de una vendedora de boletos del metro. Todos en Colombia tienen su importancia e influencia, pensé, hasta una taquillera del Metro de Medellín.

Yo creí que todo había terminado allí y que solo había sido un mal momento, pero mi pesadilla apenas empezaba.

Una vez me di vuelta para subir las escaleras que llevan al esplendoroso y magnánimo metro, listo a cumplir uno de mis sueños de vida, la señora de la taquilla se volvió a aparecer en mis sueños.

Gritó a dos auxiliares de policía (de los que terminan el bachillerato) que me detuvieran y me expulsaran de la estación. Así tal cual.

Una vez me cogieron, mejor dicho me atraparon (para no atizar malos entendidos con “cogieron”), cada uno de un brazo, protesté e hice el quite para que me soltaran, a lo que saqué mi celular y comencé a grabar el atropello. Los policías auxiliares quisieron arrebatarme el celular alegando que dentro del metro no se podía grabar, algo que obviamente es falso, pues en lugares públicos en Colombia sí se puede grabar y tomar fotos, lo dice la ley.

La señora de la taquilla les seguía insistiendo a los auxiliares de policía que me sacaran de la estación porque la insulté y traté muy mal. Obvio, yo me defendía dándoles mis argumentos, pero ellos solo obedecían las órdenes de la todopoderosa vendedora de boletos de la estación.

Viendo tal situación de humillación y agresión les exigí que quería hablar con el supervisor de esa estación. Al señor lo llamaron y después de intercambiar unas palabras con él se fue donde la taquillera y regresó diciéndome que yo fui grosero y agresivo con ella, que mi comportamiento fue altanero y bla bla bla.

Total, el supervisor se confabuló con la vendedora de boletos para subir al metro, y me dijo de forma calmada que mejor me retirara, pues era mejor evitarnos más problemas.

En ese punto me sentí más que ultrajado como persona, ciudadano y usuario del metro. Una humillación total. Además, mientras las hordas de pasajeros entraban y salían, y veían una escena así, la lectura era “cogieron un ladrón”. Así me sentía, como un vulgar malandro.

Tengo que dejar claro que siempre manejé el asunto dentro del respeto y la calma con los auxiliares y con el supervisor, nunca me alteré de forma grosera o agresiva.

Pero bueno, cuando vi que mi batalla estaba perdida y que saldría de la estación derrotado, humillado y con mi autoestima más abajo del piso, exigí que llamaran al comandante de policía de la estación o de la zona en que estaba.

Al ver ellos que no me vencerían fácilmente, lo llamaron. Llegó después de unos muy pocos minutos, que me parecieron un siglo. Una vez entablé comunicación con este oficial (teniente), sentí por primera vez después de iniciarse este terrible mal sueño, que alguien me trataba con respeto, me devolvía mi dignidad y me hacía sentir nuevamente una persona de bien. Ya no era un “ladrón que cogieron en el metro”.

El teniente me apoyó en mis argumentos y reclamó por qué no me dejaron ingresar al metro, que ese no era motivo para quitarme ese derecho, y me invitó de la manera más amable y cortés subir la escaleras e irme a dar mi paseo por el deseado metro.

Le di mis agradecimientos, y le respondí que ya no quería subirme al metro, que me estresó demasiado esa situación y que mejor me iría al hotel a digerir todo lo que me acababa de pasar.

Cabe anotar que para ese momento ya el supervisor y los auxiliares de policía eran un manojo de alabanzas hacia mí, de cortesías y de palmaditas en el hombro. El teniente había hecho justicia, y eso sí, la vendedora de boletos para subir al metro seguía atrincherada en su cubículo mirándome de soslayo, y presta a atacar a su próxima víctima.

Es lamentable que estas cosas sucedan, porque al parecer esa mala actitud no mejora mucho, según me han contado varias personas. A raíz de esto me he preguntado si esa mala actitud se deberá porque a estos funcionarios los ponen a laborar jornadas extenuantes, si les pagan poco, si les presionan mucho, o todas las anteriores.

Creo que después de llegar al hotel, el segundo lugar a donde los turistas quieren ir es al Metro de Medellín. Es un paseo imperdible que está en los itinerarios de todas las agencia de viajes. Y esos visitantes quieren ver una cara sonriente y amable en los empleados del metro, también que les hagan increíble su viaje a la capital antioqueña, más cuando Medellín es uno de los destinos más apetecidos para el turismo nacional e internacional, incluso muy por encima de mi amada Cali.

He ido varias veces a la ciudad después de mi experiencia, y nunca he querido subirme de nuevo, incluso creo que nunca lo haré, no porque sienta temor de que algo parecido me vuelva a suceder, sino porque creo que ya no le tengo afecto a esa máquina maravillosa. Creo que lo seguiré viendo en fotos y videos, y lo dejaré ir en mis planes, como uno de esos sueños que no pude cumplir en esta vida.

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