En tono burlesco, repudiable desde todo punto de vista, Nicolás Maduro arremetió contra el presidente Iván Duque, señalándolo de ser un “diablo” que encabeza una conspiración contra la llamada revolución bolivariana en asocio con el gobierno norteamericano. Lo anterior como respuesta a la decisión de 5 países de la región, así como del gobierno de Canadá y Francia, que se unieron a la denuncia radicada ante la Corte Penal Internacional por violación de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad cometidos en el país hermano de Venezuela.
La respuesta del canciller Carlos Holmes Trujillo no se hizo esperar. A través de un comunicado emitido por su despacho manifestó el rechazo del gobierno colombiano a las declaraciones del presidente de Venezuela, señalando que con esas declaraciones se ofende y denigra la dignidad del cargo de presidente que ostenta Iván Duque.
Lo paradójico es que el canciller Holmes Trujillo, al igual que las ministras de Justicia y Transporte, colegas de gabinete, en diferentes eventos públicos al hacer referencia sobre decisiones del presidente Duque, son traicionados por subconsciente y la nostalgia, confundiendo al actual mandatario de los colombianos con su mentor Álvaro Uribe. Estos hechos unidos a declaraciones de miembros del gabinete sobre temas tan sensibles como la propuesta de reforma tributaria, el Sisbén para el sector empresarial o la estigmatización a los líderes sociales, asociándolos con organizaciones al margen de la ley, dejan entrever que para el presidente Duque no ha sido nada fácil romper con el estigma que se generó desde la campaña presidencial de que Álvaro Uribe gobernaría en cuerpo ajeno si salía elegido.
En un sistema democrático no se puede ignorar que quien resulte elegido presidente de la República representará a la nación durante su periodo de gobierno y se debe respetar la legitimidad y la investidura presidencial que ostenta a nivel nacional así como frente al mundo. Es legítimo y es un deber del gobierno nacional exigirle a cualquier gobierno el respeto hacia la investidura del mandatario que nos representa. Sin embargo, el ejemplo debe empezar por casa, especialmente en su equipo de gobierno que lo acompañará durante los próximos 4 años. Sus continuas equivocaciones al hacer mención de quién es el presidente le hacen daño a la institucionalidad y a la figura presidencial, generando dudas entre la ciudadanía sobre a quién elegimos realmente el pasado 17 de junio, debilitando la autoridad política del actual mandatario, colocando en peligro los pilares de la democracia y alimentando el caudillismo de quien consideran como el legítimo dueño del poder.
Por su importancia, especialmente en una república centralizada y de un fuerte régimen presidencialista, como el nuestro, la figura del presidente debe ser reconocida con respeto, en atención a la dignidad y la alta responsabilidad del cargo que así lo exige, sin discusión alguna.