El párroco del Santuario de María Auxiliadora en Sabaneta empezó a creer en su santidad cuando sobrevivió a un accidente. Iba por una carretera a alta velocidad y la puerta del auto se abrió. Una mano celestial detuvo la caída y lo acomodó plácida y tranquilamente sobre la carretera. No había tenido un rasguño. El Padre Ramón Arcila llegó a Sabaneta durante la década del treinta. Fue él quien inició la devoción por la virgen quien casi un siglo después sigue estando en el templo de Santa Ana, una parroquia normal, sencilla, que contrasta con los imponentes edificios que ahora rodean la iglesia.
La gente creía que Ramón Arcila tenía comunicación directa con Dios. El martes era el día en que el pueblo se rendía a los pies de su patrona. Gracias al párroco otra manifestación divina se cerniría sobre el pueblo. Fue el martes 10 de septiembre de 1968 a las cuatro de la tarde. Al lado del Padre Arcila empezó a dibujarse, ante el asombro de los feligreses, la imagen de la Virgen. Todos cayeron de rodillas y empezaron a llorar conmocionados. A partir de allí Ramón Arcila se comenzó a convertir en una especie de santo. Afirmaban que tenía el poder de curar el cáncer, de poner a hablar de corrido a los tartamudos, de poner a caminar al minusválido. La romería y la peregrinación se convirtieron en un ritual cada martes.
A mediados de los ochenta la devoción por Maria Auxiliadora en Sabaneta empezó a teñirse de un color oscuro. Medellín se sumía en la peor de las guerras. Matar a un policía valía un millón de pesos. Pablo Escobar, quien dominaba como un señor feudal la ciudad, ordenaba a placer el asesinato de jueces, periodistas y hasta socios que se habían apartado de su redil. Antes de realizar sus actos los sicarios iban en romería al templo. Antes de viajar a Bogotá para matar al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla en abril de 1984, Byron Velásquez se arrodilló para recibir la bendición de un párroco que no sabía muy bien que era lo que hacían esas decenas de muchachos de raros peinados nuevos y olor a marihuana que lo visitaban los martes y que lo creían dueño de un poder sobrenatural capaz de salvarlos de pecados tan oscuros como el del asesinato.
Gatilleros de poca monta como Byron Velásquez no eran los únicos que iban. El mismo Patrón en persona, Pablo Escobar, iba los martes a rezarle a la Virgen de los Sicarios los martes en la tarde. Más de una vez se camuflaba entre sus disfraces acompañado por sus hijos Juan Pablo y Manuela y su esposa Victoria Henao. A veces a la familia se le sumaba su hermano y socio Roberto y sus sicarios de confianza alias Pinina y John Jairo Velásquez Vásquez alias Popeye.
La virgen aún está arriba en el sitio más alto del altar vigilando una pila de agua bendita que los sicarios solían arrodillarse ante ella y llevar en botellas plásticas un poco del preciado líquido que, después de la bendición del padre Arcila, adquiría poderes mágicos. A finales de la década del ochenta, cuando el padre Ramón ya vivía sus últimos días el templo necesitaba ser restaurado con urgencia. El Padre lo había reconstruido en la década del sesenta después de que un terremoto lo hubiera destruido parcialmente. Necesitaban 35 millones de pesos de la época para hacer las remodelaciones y estas llegaron en cuestión de horas. El templo se reconstruyó en tiempo record y el padre, ciego ante los feligreses que atraía, se lo atribuyó a otro milagro de Maria Auxiliadora. En su buena época las limosnas eran tan copiosas que alcanzaban para destinar la mitad de ellas al Seminario Mayor de Medellín y otra parte para el Ovalo de San Pedro de Roma donde se formaba una nueva generación de sacerdotes.
Mientras el santuario pasaba por su periodo de esplendor Sabaneta misma se ahogaba en el baño de sangre al que la condenaban algunos de los feligreses del santuario a la virgen. Durante la década de los ochenta Medellín vio morir a 300 jovenes menores de veinte años. El padre Ramón tal vez nunca supo de eso, o no le importó, igual su labor no era juzgar sino entender y así recibió en su redil a los narcos más peligrosos del mundo quienes querían purgar sus pecados a puntas de bolsas repletas de dólares.