Sin importar las motivaciones individuales de cada una de las personas que están agitando como bandera la lucha contra la corrupción, resulta de la mayor importancia aprovechar estas oleadas de opinión para permitirle a nuestro país avanzar en la dirección correcta en el combate a este fenómeno.
No se trata de perdernos en el tentador pero inútil ejercicio de calificar o descalificar a tal o cual persona o grupo por sus posturas posiblemente ambiguas frente a este problema. La cantidad de energía y de tiempo que consumen estas discusiones solo sirven a los corruptos, quienes se agazapan a la espera de la próxima oportunidad para seguir viviendo a costa de los demás.
Primero, resulta útil entender qué es la corrupción, a secas; no la corrupción con apellidos o condicionamientos. La corrupción es el acto de aprovecharse de manera indebida y deshonesta de los recursos ajenos para beneficio propio. Lamentablemente esta definición excede los límites de la legislación, lo que hace muy difícil sancionar a los corruptos. Enmarcar cualquier acto corrupto como una conducta punible, eliminando las leguleyadas, los resquicios y vericuetos procesales, es la verdadera tarea de cambio que requieren las sociedades que buscan acabar con la corrupción. Nuestra nación no puede seguirse llenando de personas declaradas como honestas por vencimiento de términos. Así como hay que rechazar a los inocentes por prescripción, también nuestras leyes deben establecer que no habrá segundas oportunidades dentro de la administración pública ni privada para los corruptos.
El riesgo de corrupción está presente en todas circunstancias en las que una persona tenga poder discrecional
para actuar a favor o en contra de otra
También importa entender en dónde se presenta el riesgo de corrupción. El riesgo de corrupción está presente en todas aquellas circunstancias en las cuales una persona tenga poder discrecional para actuar a favor o en contra de otra. Si se analiza con cuidado esta definición, se podrá entender que las posibilidades de materialización de hechos corruptos son inmensas, por no decir que infinitas; por lo que tratar de hacer una lista de posibles escenarios de corrupción resulta ser un ejercicio no solo incompleto, sino altamente frustrante.
Si se mira con detenimiento la historia de los países –del nuestro en particular-, es fácil ver como a partir de la década de los años setenta del siglo pasado nuestra sociedad comenzó a incrementar su nivel de tolerancia frente a hechos corruptos, al aceptar como normales las extravagancias de los nuevos ricos que la bonanza del tráfico de marihuana iba produciendo por todo el país. Los vehículos lujosos, la ostentación y las fiestas extravagantes ya no eran hechos notorios y censurables como en el pasado, sino que fueron entrando a formar parte de nuestro folclore nacional.
Solo cuando ocurrían hechos catastróficos como los asesinatos de dirigentes (Rodrigo Lara Bonilla, Enrique Low, Luis Carlos Galán, los magistrados del Palacio de Justicia), nuestra sociedad y la opinión pública reaccionaban, disminuyendo este nivel de tolerancia frente a hechos manifiestamente corruptos. Con el pasar de los años el tiempo de reacción se fue alargando y la intensidad con la que se reaccionaba se fue debilitando, lo que trajo como consecuencia un incremento en el grado general de aceptación de nuestra sociedad en su conjunto frente a este tipo de hechos. Al parecer, estamos viviendo uno de esos momentos de rechazo. Valdría la pena analizar por qué no se produjo una oleada general de indignación frente a casos como el de Reficar, el cual generó una tibia reacción de la opinión ciudadana.
Valdría la pena analizar por qué no se produjo una oleada general de indignación
frente a casos como el de Reficar,
el cual generó una tibia reacción de la opinión ciudadana
Más importante que la recriminación mutua resulta ejercer la honesta autocrítica, requisito necesario para enfrentar con efectividad este cáncer de nuestra sociedad. Iniciativas como la de legislar a partir de unos aspectos sin duda importantes de este flagelo de la corrupción no pueden comenzar por la descalificación moral de quienes están llamados a discutir y aprobar dichas leyes. Es cierto que el Congreso y otras muchas instituciones del Estado han sido el eje de casos aberrantes de corrupción; pero, así no nos guste, es el escenario definido por la democracia para hacer las leyes. Lo que se necesita es presión ciudadana, ejercida por parte de personas que sufran las consecuencias de un Estado en el que resulta fácil la corrupción.
Para evitar que las próximas e inevitables consultas populares incluyan ya no 7, sino 700 000 o más procesos o actividades sensibles a la corrupción, debemos comenzar por el principio, por entender que ningún presidente, ningún ministro, ninguna ley van a ser capaces de corregir un problema que se genera desde adentro de cada uno de nosotros; y que la mejor manera de reducir y eliminar la corrupción comienza por cambiar nuestra propia manera de comportarnos en ese aspecto.
Claro está que hay que contar con mecanismos fuertes para la Prevención, Protección, Detección, Investigación y Castigo a los corruptos. Unas entidades de control imparciales, creíbles y confiables son el requisito fundamental para administrar una drástica justicia en casos de comprobada corrupción. Ello solo se logra si el ciudadano las percibe como entes efectivos al servicio del Estado y no del gobierno de turno.
Como lo afirmaba Lee Kuan Yew, desarrollador de la Singapur moderna, “para acabar con la corrupción debes estar dispuesto a enviar a la cárcel a tus amigos y a tus parientes”.