Uno de los factores de violencia en las sociedades contemporáneas es la ausencia del poder regulador del Estado en la vida de los ciudadanos, pues estos, sin el respaldo y protección de un organismo arbitral, deben enfrentar con sus mínimas capacidades e inteligencia a fuerzas económicas y de alto poder de subyugación que se apropian de los territorios y los tiempos urbanos.
En la ciudad de Cali, bajo la administración del señor Armitage, se aumentó la hora de la rumba de dos de la madrugada, cuyo límite era antes este, a las cuatro, dos horas más, que desde sus cálculos económicos favorecen el crecimiento de la ciudad, pero que en términos de convivencia, seguridad y respeto para los espacios y tiempos de los ciudadanos son una verdadera agresión. Una medida de estas debería estar acompañada de rigurosos controles y seguimientos por parte de los organismos municipales del Estado para salvaguardar el derecho de los ciudadanos no partícipes de las actividades nocturnas de la rumba a un buen descanso, sueño, tranquilidad y recuperación de sus fuerzas físicas y mentales, en pos de continuar con sus actividades humanas regulares.
Sin embargo, la intromisión en los barrios y sectores tradicionalmente residenciales de múltiples negocios asociados con la rumba —bares, estancos de licores, discotecas, restaurantes, entre otros— traen una cantidad de efectos colaterales que afectan la convivencia y el descanso de los ciudadanos ajenos a esta actividad. Las calles se llenan de automóviles y motos que invaden con su ruido, nuevos sujetos que fungen como cuidadores de carros se apropian de vías y andenes, vendedores de chicles y cigarrillos (algunas veces con expendio de psicotrópicos) deambulan de esquina a esquina, los usuarios de bares y discotecas “alegran” con sus exclamaciones la entrada y salida de los establecimientos, llegan las peleas de borrachos y drogados, peleas de pareja, más adelante llegan los y las trabajadoras sexuales a captar clientes, más el ruido propio de la música de cada establecimiento.
Esto ha sucedido en los últimos años en la ciudad de Cali sin que organismos como el Dagma (supuestamente encargado de gestionar el medio ambiente de la ciudad), la Policía, Secretaría de Salud y Gobierno logren controlar la situación para garantizar los derechos de los ciudadanos que no quieren participar de este nuevo renglón económico. Las calles de estos otrora barrios residenciales se han convertido en múltiples zonas rosa que nadie regula.
Cuando los ciudadanos cansados de llamar a la policía, al tránsito y al Dagma no reciben apoyo del Estado deben enfrentarse con sus mínimas fuerzas a esos buldócers económicos y con respaldo muchas veces armado, para ser finalmente humillados ante sus peticiones. Solo les queda soportar este nuevo “medio ambiente” o desplazarse “voluntariamente”. Y cuando llegan ocasionalmente las patrullas policiales estos son recibidas amablemente por los propietarios de los establecimientos mostrándoles todos sus permisos en regla.
Lo cierto es que se sigue comprobando, como ha sucedido en gran parte de la historia de la violencia en Colombia, que la ausencia del Estado en las más mínimas necesidades de sus ciudadanos genera mayores niveles de intolerancia y abusos. Tendría la palabra el señor Armitage para corregir esto en Cali.