Debo reconocer que nuestra relación no empezó bien. Siendo estudiante de la clase Introducción al periodismo, el profesor nos pidió que preguntáramos cómo era un día de trabajo para un periodista. En ese momento usted acababa de asumir la dirección del programa Hoy por Hoy de Caracol y yo, con cierta admiración, decidí escribirle un correo transmitiéndole la pregunta del profesor.
Recuerdo, usted tal vez no lo recordará, que me respondió con una frase que hacía gala de su humor, pero sobre todo de su gran espíritu pedagógico: “Un día mío es con mucho trabajo”. El asombro inicial que produjo la iluminación que usted amablemente me compartió le dio paso a la angustia por la tarea que no podía satisfacerse de esa manera tan elegante. El asunto quedó ahí y usted continuó con su ascendente carrera en los medios de comunicación.
Algún tiempo después nos volvimos a encontrar. Yo acababa de abrir mi cuenta en Twitter y decidí seguirlo partiendo del hecho de que usted es uno de los periodistas más populares y activos en esa red social. Un buen día, cuando usted ya era coequipero del inefable Darío Arizmendi en su espacio matutino, decidieron hacer la transmisión desde una base militar en el Meta.
No voy a entrar en detalle sobre la propaganda (¿gratuita?) que ustedes se encargaron de hacerles ese día a las Fuerzas Militares. Me interesa el fugaz debate que sostuvimos a raíz de una foto que usted publicó en Twitter y que acompaña esta carta. En ella aparece usted muy sonriente, ¡vestido de militar!, al lado de dos soldados con sus fusiles de dotación.
Le confieso que mi primera reacción fue de indignación. Sin embargo, antes de darle rienda suelta, le pregunté a un editor de la Revista Semana si mi sensación podía estar justificada desde el punto de vista de lo que puede esperar un ciudadano de los periodistas que lo informan. Esta persona me dijo que su actitud era el colmo pero noté cierta resignación en su respuesta, como si ya estuviera acostumbrado a este tipo de comportamientos.
Decidí expresarle a usted mi inconformidad preguntándole qué imparcialidad podíamos esperar de su labor periodística. Su respuesta ya no tenía tanto humor pero sí mucha arrogancia. En ella expresaba su admiración por el Ejército y lamentaba que yo no tuviera ese mismo sentimiento. Luego aclaraba que no recibía lecciones de periodismo y, preocupado por mi economía moral, me invitaba a ahorrármelas. Ha de ser que la embriaguez que le produce su relativo éxito le impide aprender, pero también enseñar.
El hecho es que al tiempo que dejé de aparecer en su lista de seguidores, noté que empezó a involucrarse en controversias con otros usuarios de Twitter. El momento más álgido fue cuando usted decidió responder a las críticas por su amistad con William Vélez, el llamado zar de las basuras, haciendo un montaje de la foto de la mujer que lo cuestionaba al lado de la cara de Hugo Chávez. Fue tal la indignación que provocó que debió retractarse y el burdo montaje no duró mucho en su cuenta. Luego, algunos amigos suyos le mandaron mensajes de solidaridad dando fe de su honradez y rectitud.
En este punto se preguntará, si es que su curiosidad venció a su orgullo, qué me motiva a escribirle. Quiero decirle que no me impulsa ningún motivo ideológico ni mucho menos un rencor personal. Tampoco espero que reflexione o que se arrepienta. Al final del día cada cual se tiene que enfrentar a solas con su conciencia.
Mi propósito es menos ambicioso. Quiero reivindicar un hecho simple que es subestimado a menudo por periodistas como usted: el periodismo está en la obligación de fiscalizar el poder -labor que algunos realizan con más tino y ética que otros- porque se debe al ciudadano. Y cuando a ustedes se les olvida con o sin intención, aquí estamos nosotros, los anónimos, para recordárselos cada vez que haga falta.
Cordialmente,
Jairo Esteban Montaño Vásquez
@emontanov