“No hay terapia ni cura para monstruos como tú. Eres maldad pura”.
Quizá de los eventos más crueles y trascendentales que se atraviesan en el desarrollo de una persona es el de la violación sexual cuando se es menor de edad y por tal condición expuesto a los abusos de adultos, que ejercen sobre él todo su poder dominante sin la más mínima oportunidad de autoampararse o de ser protegido por la familia o el Estado.
Aunque se tengan y promulguen normas domésticas o internacionales, propuestas para erradicar las oportunidades de abuso y la explotación sexual infantil en sus diferentes manifestaciones, se requiere de una conciencia social muy particular que obligue a la prevención, persecución del delito y protección de las víctimas. Sin embargo, el primer y fundamental paso está en reconocer la existencia del problema en el mismo entorno y sobre todo romper con ese silencio cómplice para delatar a los abusadores o sospechosos de la aberrante conducta a exponer.
Existen diversos componentes que favorecen este tipo de situaciones de abuso y explotación sexual infantil, destacándose entre los factores sociales la ignorancia del niño o niña como persona con derechos —dentro del contexto de dependencia del adulto responsable de su protección—, lo promovido desde los medios masivos de comunicación y redes sociales, la tolerancia social a la pornografía o prostitución infantil, costumbres culturales sobre el matrimonio prematuro, alcoholismo, drogadicción y/o pésimas relaciones familiares.
También los hay de carácter personal, como aquellos niños o niñas que presentan algún grado de discapacidad, aquellos que no gozan de vínculos afectivos seguros con sus cuidadores o que maduran en un ambiente de violencia de género, esos infantes desinformados sobre los riesgos de su sexualidad, que terminan siendo propensos a los ataques de los violadores y aquellos que por desidia en la familia crecen sin normas o reglas de comportamiento.
Pero en los agresores del mismo modo se van desarrollando patrones de identificación de su tendenciosa conducta, si se observa a quienes provienen de escenarios donde se ejerce o ejerció la violencia de género, de familias con historiales de maltrato físico, psicológico o sexual, consumidores de pornografía y trastornados psicopáticamente.
¿En que podría diferenciarse el ataque contra el menor si proviene de un sacerdote, un profesional de alta sociedad o un vulgar abusador, que se aprovechan o crean la oportunidad para dañar y satisfacer sus perversos instintos, si al final el resultado es el mismo —el inmenso e irreparable daño a la vida de esa personita que pudo haber tenido una mejor oportunidad para crecer y desarrollarse, acorde a un emotivo proyecto de vida—?
No hay excusas sociales, ni eximentes jurídicos con fuerza suficiente para establecer que la condena de un desalmado de estos tenga alguna consideración menor a la cadena perpetua, dentro de la tipificación del delito en la legislación colombiana, aunque la cárcel de por vida seguirá pareciendo laxa ante otras legislaciones que han establecido la pena de muerte para los autores de este tipo de crímenes, no sin antes haberles pasado por un plan piloto que debería implementarse a prima facie una vez el juicio lo declare culpable de violación o agresión a un menor, incluyendo la inyección de fármacos y, si es del caso recurrir a la castración química.
Es que si la amenaza de cárcel, la condena de por vida o el constreñimiento con la muerte no son suficientes para erradicar la perversa intencionalidad de los adultos abusivos, entonces ¿quién protegerá a nuestros niños?