Antes del traspaso de mando de Juan Manuel Santos a Iván Duque los medios de comunicación del país se centraron en exaltar el desfase que existe entre la popularidad del mandatario actual y su obra de gobierno más destacable, un sinfín de vidas salvadas gracias al acuerdo de paz. Sin duda alguna Juan Manuel Santos pasará a la historia como el presidente de la paz, pero también como el presidente que dio el más amplio de los escenarios a la oposición de extrema derecha y de extrema izquierda.
Los uribistas, quienes encarnan la base social de la más salvaje ultraderecha del país, le deben mucho a Santos. Puede sonar exagerado y hasta burlesco, pero los uribistas no tendrían partido propio o ideología sin la “traición” de Santos a Uribe, el partido oficial del último no sería otro que La U, un partido caracterizado por ser el centro de reunión de microempresarios electorales que mueven sus convicciones e ideales según dicte el viento presidencial.
Las políticas liberales del presidente Santos le dieron al uribismo la oportunidad de definirse por contraposición, nadie cuestiona la agenda neoconservadora del uribismo que tiene como máxima ambición la preservación de ideas preconcebidas sobre la raza, el género, la familia, la religión y la función estatal. Sin Santos y sus políticas abiertas a reconocer la importancia de las diferencias, no existirían políticamente personajes como Alejandro Ordóñez, María Fernanda Cabal, Paloma Valencia o el partido político en el que militan.
En el otro extremo del espectro político, en la extrema izquierda, encontramos la base social del petrismo. Estos le deben a Santos la revitalización política de su líder mesiánico, en plena campaña por la reelección en 2014, el presidente-candidato se apoyó en la popularidad del mártir de la izquierda colombiana para remontar la victoria de Zuluaga en primera vuelta. Esta “deuda” de Santos con la izquierda terminó siendo saldada con la apertura del debate político nacional, los representantes del ala petrista de la izquierda, Iván Cepeda, Piedad Córdoba y Aída Avella fueron los más beneficiados con la apertura del debate nacional. Expresaron sus ideas y sus odios, sin temor de ser perseguidos o estigmatizados desde la silla presidencial.
El fin del conflicto, la principal bandera del gobierno Santos, sirvió de piso ideológico a las anteriores sectas políticas para fortalecerse. Por un lado, los uribistas lo usaron como plataforma para autoproclamarse defensores del Estado de derecho, las víctimas y la gente bien, y los petristas lo usaron como plataforma para autonombrarse defensores de la vida. En medio de esa definición de estrategias políticas, se agudizó la polarización, se nos obligó a los colombianos a elegir un bando: a favor de las Farc o a favor de las Auc, así de simple, usted no puede recordar las fechorías de las Farc porque es un paraco y si usted recuerda las atrocidades de las Auc es un fariano.
En ningún otro escenario, fuera del gobierno Santos, los seguidores de estas sectas hubieran podido vociferar de manera tan libre sus sesgos y odios. Los uribistas oportunamente nos hicieron saber su odio por todo lo que no encaje en lo cristiano, blanco y heterosexual, acto seguido, los petristas nos anunciaron su idea de realizar una fratricida guerra de clases.
No es exagerado asegurar que el presidente Santos rompió el bipartidismo en el país, estábamos acostumbrados a que los partidos tradicionales fueran tan semejantes que lo único que los diferenciaba era el color y la cara en el tarjetón electoral, pero las elecciones de 2018, nos mostraron que los partidos tradicionales ya no son hegemónicos. El enfrentamiento en segunda vuelta entre uribistas y petristas, que sacó a relucir lo peor de nuestra política y a la vez enriqueció el debate por lo diferente de los candidatos, es gracias a Santos y a su gestión.
Santos es el artífice de la presidencia de Duque y de sus 10.373.080 votos, sin la posibilidad de desmarcarse y criticar a quien otrora fuera su mentor, el presidente electo no tendría otro discurso más que la economía naranja. Por otro lado, Santos es artífice de Petro y su oposición de 8.034.189 votos, sin el alto margen mediático que le dio la destitución, las medidas cautelares y su apoyo a Santos en 2014, el autonombrado líder de la oposición no tendría otro discurso que la autoflagelación.
No ha habido nadie más injusto con él que las sectas que él, inconscientemente, fortaleció y ayudó a surgir en un país que venía con 50 años de elecciones y propuestas planas que giraban alrededor del conflicto. Las tribunas uribistas le gritan “traidor, comunista, falso, Judas, guerrillero y pelele”, mientras que por otro lado, las tribunas petristas le gritan “traidor, oligarca, neoliberal, paraco, encubridor de falsos positivos y pelele”. El problema es que estas sectas están más unidas de lo que piensan, sus líderes se deben a Santos y llegaron a sus posiciones despotricando del gobierno que les dio sustento discursivo.
Por ahora, el tribunal de la opinión pública —influenciado por las sectas— lo ha condenado a Santos a la deshonra y al odio, pero llegará el día en que el tribunal de la historia vea con benevolencia a Santos y eleve en laureles de honor su papel como estadista.