Contra todo pronóstico, el voto en blanco encabeza las encuestas con un 30%, dejando atrás al presidente Santos que, con un 25%, parece estancarse, mientras sus rivales no lo hacen mejor: Martha Lucía apenas llega al 7%, seguida de cerca por Peñalosa y Zuluaga, mientras Clara López trata de no despegarse con un mísero 4%.
Esto ha hecho que los analistas enarquen las cejas, los ciudadanos de a pie celebren y unos entusiastas se monten al tren del escepticismo promoviendo lo que, a su modo de ver, revolcará el país político de llegar a ser mayoría, derrotando las maquinarias de siempre e instaurando un… ¿un qué?
Esta es la pregunta del millón, si el voto en blanco triunfa, ¿qué?
Lo primero a tener en cuenta es que hay que derrotar la abstención, que la tiene y bien grande el voto en blanco. Siempre, en todas las elecciones, el voto en blanco se desinfla al llegar a las urnas con cifras ridículas que no sobrepasan el 3 o 4%, por lo que un 50% de los votantes más uno, que es la cifra señalada por la ley para declararlo ganador, resulta casi tan improbable como ganarse el baloto.
Pero hagamos cuentas alegres y digamos que a este 30% se le suman los indecisos que hoy rondan el 20% y se tendrá la cifra mágica. Pero un momento, antes de echar voladores y declarar que la ola blanca se apoderó del país y que cesó la horrible noche, pensemos en las consecuencias para nuestra frágil democracia, secuestrada hace mucho por la gavilla politiquera.
Miremos el primer escenario, las elecciones para el congreso. Hay que repetir las elecciones, dice la ley, pero… sí hay un pero grande. Podrán presentarse los mismos partidos, excepto los que no hayan pasado el umbral, es decir, los pequeños serían los primeros damnificados, quedando sólo los grandes caciques de siempre.
En esta segunda elección ya el voto en blanco no importa, por lo que el “nuevo” congreso después de la ola blanca, quedaría compuesto por los partidos mayoritarios, sin representación de las minorías, borradas del mapa. En otras palabras, se elegiría una corporación aún más excluyente. Vaya victoria. ¿La han pensado los promotores?
Ahora, el segundo escenario, las presidenciales. Aquí no pueden volverse a presentar los mismos candidatos, es decir, le tocaría a los partidos volver a barajar nombres. Seguramente, en vez de Santos, la Unidad Nacional escogería a Vargas Lleras y los conservadores y el Centro Democrático pondrían a Pachito o a Carlos Holmes.
Sin Peñalosa, la Alianza Verde le apostaría a Camilo Romero o John Sudarsky y el Polo quizás a Robledo. Imaginémonos qué pasaría en la segunda votación. Ganaría Vargas Lleras, sin descartar a Pachito, nuestro Maduro criollo, que con sus frases efectistas y sus metidas de pata, puede ganarse el voto emocional y ahí sí, apague la luz y vámonos.
Como nunca, la famosa frase de Lampedusa, de hacer que todo cambie para que todo siga igual, tendría plena vigencia. El voto en blanco obligaría a barajar, es cierto, pero se olvida que las cartas de la baraja son las mismas, por lo que, a la larga, no cambia nada, salvo los nombres, con el agravante de que las minorías quedarían fuera del juego y hasta Pachito podría ganar, ¡hágame el favor!
En otras palabras, el voto en blanco es incoloro, inodoro e insípido, un saludo a la bandera, sin ninguna consecuencia práctica, salvo la de facilitarle a los mismos de siempre que sigan en el poder sin las molestas minorías. Así las cosas, un buen eslogan para el voto en blanco sería: “tírese el país, vote en blanco”.
Qué desperdicio.
¿No es mejor votar por los pocos candidatos honestos y convertirlos en una fuerza importante que haga la diferencia? Y en esta tierra de ciegos, ¿no es mejor votar por el tuerto que al menos le apuesta al fin del conflicto armado y no arriesgarnos a que regrese un siniestro personaje por interpuesto candidato a seguir la guerra?