Entre la cárcel y el cementerio

Entre la cárcel y el cementerio

Luis Alfonso fue apuñalado por Jorge Mario, su hermano menor, quien estaba en las drogas. Con el alma partida quedó Alfonso, padre de ambos. Crónica

Por: Norvey Echeverry Orozco
julio 16, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Entre la cárcel y el cementerio

El primero de junio La Ceja amaneció con un homicidio que se sumaría a las conocidas cifras que, cada año, la alcaldía hace saber en sus informes de gestión en seguridad. Sin embargo, este, a diferencia de los demás, tenía una particularidad: había sido cometido por el hermano de la víctima. Esta crónica relata lo que aconteció aquella noche de jueves.

En la carrera veintiuno, entre calles veintiséis y veintisiete del municipio de La Ceja, hay una zapatería, una ferretería, un consultorio odontológico y una bodega de reciclaje. En la casa de Alfonso de Jesús Echeverry, de fachada roja, se repara todo tipo de calzado: tenis, zapatos y tacones. Alfonso es formal. Sonríe en pocas ocasiones, pero cada vez que lo hace deja conocer su dentadura: tres dientes en el maxilar inferior que resisten a desaparecer y una caja postiza en el superior. Detrás de sus lentes culo de botella está una mirada de un hombre que presenta, a primera vista, un toque de amabilidad y buena gente.

En Fredonia, su pueblo natal, Alfonso se dedicaba a las labores del campo en compañía de su padre. Por unos familiares que estaban viviendo en La Ceja decidió dejar su pueblo y buscar nuevos horizontes en el oriente de Antioquia. Desde entonces se dedica a ser zapatero. “He arreglado millones”, asegura con tono de haber batido un récord mundial.

A uno de sus hijos, Juan David Echeverry, quien quería ser de grande locutor, lo pasaron como falso positivo. En aquellos años estaba de moda la violencia sangrienta entre la guerrilla y los paramilitares. Desde que tenía diecinueve años, Juan David comenzó a fumar marihuana… ese fue el factor para que lo desaparecieran del pueblo. Se lo llevaron de La Ceja en 1998 y, según Alfonso, nunca jamás se volvió a saber de su paradero. Un joven que se despareció ese mismo día, lo reconoció su madre muerto en el municipio de Sonsón años después. Las pistas estaban allí, pero después de buscar como sabuesos sin obtener mayores resultados, las autoridades encargadas desistieron en la causa.

En la sala principal de la casa, dos hombres —Fabio, constructor de edad, y un cochero de nombre desconocido — alzan con palas los escombros generados por un muro que ha sido demolido en las horas de la mañana. Mientras tanto Alfonso, acompañado en su cuarto de trabajo por un cliente y Conrado  —un hombre jubilado que pinta dos zapatos con un betún que se asemeja al vinilo — hablan de la vida, mientras un pequeño televisor transmite el canal Caracol con sus conocidos comentaristas: Goga y Santiago Botero, dedicados a elogiar la calidad de los ciclistas colombianos en el Tour de Francia. Del otro lado, hay un radio que alumbra con diferentes colores —como si fuera bombilla de navidad— y se dedica a cantar canciones variadas de despecho y cantina.

En su celular, Alfonso trata de coincidir en los álbumes de fotos con sus dos hijos: Luis Alfonso Echeverry y Jorge Mario Echeverry; quienes pusieron a trabajar a los periodistas, policías de la Sijín y curiosos de la región en la mañana del viernes primero de junio. Mi Oriente, Minuto 30 y El Colombiano coinciden por pocas palabras en el mismo titular: “Riña entre hermanos se saldó con la muerte de uno de ellos”. “Riña entre hermanos dejó una persona muerta en La Ceja”. “Trágica riña entre hermanos tiene consternados a los habitantes de La Ceja”.

***

Es la noche del jueves 31 de mayo de 2018. Alfonso baja las escaleras del segundo piso de su casa a darles vuelta a sus dos hijos. Jorge Mario está en su cama fumándose un cigarrillo. Después de pasar por un lado de la cocina, ve a Luis Alfonso en su pieza viendo televisión. Las luces están apagadas. De nuevo, con una cojera que lo acompaña en su pierna izquierda, agarra impulso y comienza a descontar los doce escalones que lo separan de la segunda planta de la casa. Coge una pastilla llamada dramamine, que tiene el fin de mejorar su amarga experiencia con el vértigo y así poder dormir bien. Esta pasta manda a Luis Alfonso a entrar en un trance de sueño profundo. “A él le pueden tumbar la puerta y él no se da cuenta”, asegura Lucero Gaviria, una mujer de camisa verde, tono de voz suave y mirada directa, que visita la casa con regularidad con el fin de llevar a cabo las labores domésticas: lavar y hacer de comer.

Las paredes interiores de la casa, pintadas de un púrpura desteñido, son testigos de lo que ocurre luego. Jorge Mario, conocido entre sus allegados como Chapo, decide empuñar los dos cuchillos que están descansando sobre el poyo de la cocina. Con la sangre fría, la emprende en contra de su hermano Luis Alfonso, conocido con cariño como Moncho. A un paso de la cocina, quizás por malos diseños de construcción, está la puerta del baño de la casa, lugar en donde cae Luis Alfonso.

Mientras el reloj palpita la una de la mañana, el corazón de Moncho tira ríos de sangre por la borda. Desde la casa de Efraín, el vecino del muro derecho, ya se predice el final de esta crónica.

—Jorge, no me mate. Recuerde que yo soy su hermano— grita como puede Luis Alfonso.

Por eso, ante el escándalo, los vecinos deciden llamar a la policía.

—No me matés que yo soy Moncho. Soy tu hermano. ¿Cómo me vas a matar?

El rosario de súplicas, para terminar con el escándalo y el sufrimiento de Luis Alfonso; implora la ayuda de su padre.

— ¡Papá! ¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme!

Pero Alfonso, durmiendo profundo gracias al viaje de dramamine no escucha nada: ni a los policías que tocan la puerta, ni tampoco las súplicas de auxilio de su hijo.

***

Rubén Valencia, secretario de Gobierno de La Ceja, le manifestó al medio de comunicación Mi Oriente que: “La policía recibió el llamado de la comunidad porque presuntamente había una riña en una vivienda. Los uniformados asistieron al lugar, tocaron la puerta, no escucharon absolutamente nada y se retiraron”.

Jorge Mario, como la policía, se retira de la escena. Se va a dormir en su cuarto. Debajo de su almohada acomoda un tercer cuchillo.

Alfonso asegura que Jorge Mario comenzó consumiendo marihuana y así pasó de droga en droga hasta que, al parecer, llegó a las conocidas ruedas. “Dicen que por esas ruedas matan a la gente. En las noticias salió, dijeron que él había consumido ruedas”. Alfonso fue de los últimos en enterarse de que su hijo estaba en las drogas. Dice la gente  —agrega —, porque yo no he llegado a tirar esos vicios. Dizque cuando toman esas pastillas ven a la gente como monstruos y les da por volear puñaladas.

***

Alfonso, en uno de los cuartos del segundo piso, le tiene arrendada una pieza a un anciano. A las seis de la mañana del primero de junio, él es el encargado de entregar la noticia sin una dosis de calmante. Palabras sueltas y con furia.

– ¡Don Alfonso! Baje, que ahí hay un muchacho tirado en el suelo.

Alfonso, en su mente, piensa: “¿Qué haría ese loco?”. Él, desde varios días antes, sabía que Jorge Mario estaba despistado. Se sentaba en el suelo y comenzaba a mover las manos y a hablar solo. Miraba feo a los que llegaban a la casa. Fabio, uno de los hombres que se encarga de recoger los escombros del muro, quien conoció a Jorge Mario antes de que se lo llevara la policía para la cárcel, asegura que: “Era una mirada fea… Él lo miraba a uno como con rabia”.

Alfonso, después de bajar los escalones, se cerciora en dónde está su hijo Jorge Mario, ‘Chapo’; pues, él, desde que escucha la noticia, viene pensando que el que está por ahí tirado es Jorge y no Luis. Jorge está durmiendo en su cuarto plácidamente. Va hacia la pieza de Luis Alfonso, en el camino, enfrente de la cocina, se encuentra el cadáver tirado con cientos de puñaladas. Un metro más allá está la cacha de un cuchillo de la cocina. Otro, de cacha café, está asestado en la yugular de su hijo. Las paredes, al igual que la puerta del baño y la nevera están teñidas de rojo.

Sus pies tiemblan. Están para caer al suelo sus rodillas. El corazón late con rabia. Su respiración está cortada. Se dirige de nuevo hacia la habitación de Jorge.

— ¡Jorge!– Interrumpe el silencio del cuarto– ¿Aquí qué pasó anoche? ¿Por qué está Moncho lleno de puñaladas? ¿Qué pasó aquí?

—Yo qué voy a saber— responde con descaro– déjeme dormir.

Mueve la cobija y se tapa el rostro.

Alfonso sale de la pieza. Se dice para sí “aquí ya no hay nada más qué hacer”. Va en busca de su celular para alertar a la policía de lo sucedido. Una voz de robot femenina, del otro lado de la línea, después de haber digitado los diez números que lo comunicarían con la estación, le dice que no tiene saldo en su cuenta. Sale de la casa. De la de los vecinos, en donde escucharon las súplicas de auxilio de Luis Alfonso, al mismo tiempo, sale la hija de Efraín. Ellos, según Alfonso, ya sabían todo.

Alfonso, a la mujer, le cuenta con pocos detalles lo que han visto sus ojos unos segundos atrás. “Llame a la policía, por favor”. Como seis horas antes, la policía regresa de nuevo a la misma puerta. Como todos, se horrorizan de lo que aconteció. Encuentran el cadáver de Luis Alfonso. Se dirigen a la pieza de Jorge Mario y lo despiertan.

—¿Usted fue?— le preguntan.

—¡Cómo se le ocurre señor agente que yo voy a matar a mi hermano!— responde.

Proceden a esposarlo. “¡Quítenme esto!”, dice Jorge, mientras forcejea contra el fino y helado metal de los grilletes que aprisionan sus manos.

La casa, en contados segundos, se ha transformado en una estación de policía. Hay muchos afuera. También, de boca en boca, se ha hecho conocer el chisme en el barrio Tahami y en todo el pueblo. “¡Qué regalo de madres!… ¡Por Dios, matar al hermano!”, expresan algunos.

Jorge Mario sale esposado de la casa. Los curiosos miran quién es. Los policías lo suben a una de las patrullas que hay parqueadas afuera. Lo interrogan, le dicen que diga la verdad. Minutos después regresan a la casa, afirmando que ya ha confesado, que él sí es el culpable del homicidio.

Después de que la policía hace el rastreo del lugar, encuentra una bolsa con quinientos cincuenta gramos de marihuana. La declaración oficial de las autoridades dice que estaba lista para ser distribuida. Alfonso, cuando encontraba drogas en la casa, las escondía. Él sabía que, supuestamente, Jorge Mario estaba loco. Cuando sus hijos estaban más jóvenes, con énfasis les repetía: “Pilas con eso. No se dejen meter en los vicios de los malos amigos. Miren que ese es el camino de la muerte. El consejo les entró por la oreja izquierda y les salió por la derecha. Lamentablemente, ellos escogieron los malos caminos”.

Cuando Alfonso llega a la pieza de Luis Alfonso se le parte el alma, se escuchan los pedazos quebrarse en su voz. Hoy la habitación está vacía. La gente le ha dicho a Alfonso que no cierre la puerta, él no sabe el por qué, pero igual obedece. Una veladora blanca inunda con su luz las tinieblas del cuarto. Dos afiches de la virgen de Guadalupe y una del arcángel San Miguel reciben las súplicas de los vivos para que los muertos descansen en paz. Sobre una mesa, un vaso de agua espera para ser bebido.

—Dicen que los viernes los muertos vienen a tomar. ¿Sí será verdad?— expresa Alfonso.

—¿El agua se disminuye?—pregunto.

—Sí. Eso sí se va disminuyendo.

El techo, a diferencia de las otras piezas, es de eternit; el sofoco que hace el sol en lo más alto pasa como si no hubiera techo, solo sombra. De ahí que la posible causa de la disminución sea consecuencia por la evaporación.

En la pared están. Desde años atrás han estado pintados de un color gris, el nombre y el apodo de los dos, delatando lo que tiempo atrás fue la buena unión que, por lo general, tienen entre sí los hermanos, perdidos en medio de trazos inentendibles. “Luis”… “Moncho”.

La herencia de Luis Alfonso, entre los que encajaban los bienes muebles de una cama, un televisor y ropa; Alfonso los decidió regalar a aquellos que los pedían.

Los recuerdos de los que están en el cementerio o en una cárcel quedan para siempre, esto le pasa a Lucero Gaviria, quien en la cocina rememora cómo eran los dos. Jorge Mario con ella era muy formal. Nunca le dijo nada. Pasaba por el corredor, caminaba hasta la puerta, se sentaba en la acera y después se volvía a entrar. Eso sí: lo acompañaba una mirada muy horrible. De Moncho, Luis Alfonso, recuerda las palabras que le dijo el martes; el último día que lo vio.

–Yo me voy, mijo, a arreglar flor– le expresó Lucero a Luis Alfonso.

–No se vaya, no se vaya; quédese con nosotros pa’ que nos haga la comidita.

“Si yo hubiera estado aquí –comenta Lucero– tampoco hubiera hecho nada. Yo me escondo. Si Alfonso hubiera bajado, ahí también lo hubieran recogido. Yo he llorado mucho por él. Muy querido, muy querido era ese muchacho”.

***

Es sábado dos de junio, la hora coincide con el día: dos de la tarde. En la iglesia de San Cayetano es el entierro de Luis Alfonso, un hombre que fue asesinado cruelmente por Jorge Mario, su hermano menor. Alfonso, su padre, deja tatuadas en su mente, para siempre, las palabras que dice el cura en su predicación: “Murió como Jesucristo”.

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