Héctor Juan Pérez Martínez nació en Ponce en 1946, y desde muy pequeño la tragedia a su vida llegó: a los tres, con la muerte de Panchita —su madre— a causa de una tuberculosis y luego, a los diez, con la muerte de su padre, Luis. Así comienza la historia del tipo más incomprendido, malentendido y bandido que ha visto esta música que desde entonces, esperó que llegara su día de suerte aunque siempre su condena fuera padecer en vida las canciones que cantaba. Sin embargo, en su destino estaba sobrevivir a la muerte a través de su voz, esa misma que se grabó en las páginas de un periódico de ayer que hoy sigue siendo noticia. Muy joven y con apenas diecisiete, se aventuró a viajar a Nueva York con el sueño de ser cantante y conocer El Barrio donde se convirtió en un irreverente que soneaba al ritmo del bolerista Felipe Pirela. Era un aguacate de noventa libras que llegó para fajarse con los bravos.
Allí, poco a poco Héctor fue perfeccionando su estilo pasando por agrupaciones como The NewYorkers y la orquesta de Francisco Bastar, Kako, quién luego le hizo partícipe de las sesiones orquestales de la Alegre All Stars para luego, ser bautizado como LaVoe por el empresario Arturo Franquis. Estando en Broadway trabajando durante dos semanas en el Club Habana-San Juan, conoció a Johnny Pacheco quién para entonces producía un álbum para un joven trombonista que bajo las recomendaciones de Mon Rivera y Eddie Palmieri había conformado su propia orquesta llamada La Dinámica, pero que estaba huérfana de cantante. Era febrero de 1967 y sería en este momento cuando Héctor, auspiciado por Pacheco, conocería con dicho trombonista: Willie Colón.
De este encuentro, donde la insolente e inexperta voz de Lavoe se unió con el agrio y poco técnico sonido del trombón de Colón, se cocinó en los estudios de Fania Records el primer trabajo de estos dos adolescentes: El Malo. Era un hecho: esta singular dupla hizo época y era apenas el inicio de una racha de éxitos que conservaban los sonidos que traían del barrio y que le impregnaban con marginalidad a su orquesta con temas como Guajirón (1968), Que lío (1968), Guisando (1969), Te están buscando (1969), No me den candela (1969), Tú no puedes conmigo (1969), Señora Lola (1973), Calle Luna, Calle Sol (1973) y Juanito Alimaña (1983), así como la innumerable cosecha de otros éxitos como Che Che Colé (1970), Ausencia (1970), La Murga (1970), Todo tiene su final (1973), Aguanilé (1972), Ah Ah/O-No (1972) y El día de suerte (1973).
Nueva York fue la ciudad que le dio todo a Héctor, y la misma que se lo quitó, incluso a su nuevo amigo Willie, que en 1974 le entregaría su orquesta. Detrás de esta decisión, estaba la naciente adicción que Lavoe tenía por las drogas, muy lejos de saber que se embarcaba en un crucero de placeres a un desafío contra viento y marea, inocente de los tiburones de agua sucia que se le acercaron como si estuviera sangrando. Así se cerraba este primer capítulo de Héctor Juan Pérez, y con él ese puente entre el pasado y el futuro de la cultura boricua y latinoamericana que se cocinaba con los más sabrosos ingredientes de la música jíbara. Cada quién siguió su camino: Willie como su productor y Héctor, como cantante solista, debutando en 1975 con su primer disco La Voz, un éxito absoluto en ventas que le convirtió en una de las estrellas de Fania.
Al año siguiente en su segundo álbum De ti depende, confirmó su talento como sonero. Era la época dorada de la salsa y Lavoe acariciaba más que nunca la idolatría de sus fans y su condición iluminada con las manos, pero los descuidos y las irresponsabilidades en más de una ocasión acabaron con la disolución de su orquesta. Con el éxito, también aumentaron los abusos de sus pérfidas adicciones acompañadas de severas depresiones y repetidas recaídas que lo llevaron a internarse en el hospital estatal de Creedmore, donde la realidad lo tenía delirando mientras la rumorología de la prensa morbosa contaba que el cantante de los cantantes había perdido sus prodigios vocales por efectos de un maleficio de brujería. Pero todo esto no era más que chisme: ese mismo año grabó Comedia, una producción con la que deslumbró a sus fanáticos no solo por la inolvidable portada del álbum en la que aparecía vestido como Charlot, sino por el mensaje impreso en éste.
Corría el año 1978 y con la grabación histórica de El Cantante, que se adaptaba a la crisis que Héctor padecía por estos días, fue su momento culminante en la música. La cosa en adelante no sería igual. Al año siguiente grabó dos álbumes: Recordando a Felipe Pirela y Feliz Navidad, que no tuvieron el éxito comercial de antaño y que por poco pasan al anonimato. En la siguiente década, los primeros álbumes que grabó, El sabio y ¡Qué sentimiento!, le presagiaban un futuro incierto al Rey de la puntualidad. No obstante, en 1983, nuevamente se reencontró en el micrófono con su viejo amigo Willie con quién haría el álbum Vigilante y con el que pretendieron poner el dedo en la llaga de la gloria de otros años atrás con su maleante y nuevo personaje: Juanito Alimaña. De algún modo, Willie y Héctor lo lograron de nuevo.
Luego de esta producción, que sería la última que haría al lado de Willie, en sus siguientes álbumes poco a poco se ausentaron los buenos arreglos y los aciertos musicales que pretendía, escasearon. Sus letras, poco frenéticas y con un mensaje más allá del hedonismo del malandro de El Barrio, ocupaban ahora la cuota de éxito. En esta última mitad de la década, aparecieron sus últimos dos álbumes: Reventó y Strikes Back, mientras que, asistía a varios programas de desintoxicación. Lavoe ahora grababa poco, se ausentaba de los estudios de grabación pese a los compromisos y giras que tenía pendientes. El auge y la caída del retrato musical de su obra estaba directamente relacionado con una evolución de la salsa caracterizada por la repetición inútil de soneos y la esterilidad sin criterio de la voz de nuevos salseros como Frankie Ruíz, Eddie Santiago o Lalo Rodríguez, que dominaban el mercado.
Pero la vida le empezaba a cerrar el paso y convertía su camino en tragedia y Héctor vivía su instinto autodestructivo sin descifrar la salida del laberinto de las drogas en el que estaba. Vivía un vértigo voraz en el que una cadena de infortunios imparables: su madrastra, Doña Santos, murió a causa de un cáncer; en 1987 su apartamento en Queens se incendió con todas sus pertenencias dentro; su suegra fue brutalmente asesinada y como si fuera poco, su hijo Héctor Jr. moriría al disparársele accidentalmente un arma de fuego. Ahora, enfermo e inmóvil en la penumbra de sus días y gritando en su lecho recordaba ese día de suerte que esperó pero que nunca llegó. Decidió suicidarse. Él, tan impuntual como siempre, había decidido por primera vez cumplir una cita anticipada: la de su muerte. Pero ésta nunca llegó. El saldo de semejante hazaña reveló una semiparálisis, múltiples traumas y un par de huesos rotos. Su voz: intacta.
Héctor repitió la triste escena como una caricatura y manipulado por empresarios sin escrúpulos, se presentó por última vez en 1991 en el club S.O.B.’s, en Nueva York. Esa noche nuevamente la tristeza merodeó por las tarimas, porque siempre son tristes los momentos en que se desvanece, ante los ojos de fieles admiradores, la imagen de su ídolo que ahora, provocaba lástima al balbucear sobre un periódico de ayer, llorar por su hijo muerto y seguido de incoherencias, se iba con sus fantasmas musitando para sus adentros incomprendidos "…y nadie pregunta si sufro si lloro, si tengo una pena que hiere muy hondo…". El público enmudeció. Caía un telón sobre el escenario que anunciaba que Lavoe estaba derrotado por la fatalidad de lo que se había convertido. Nunca más volvió. Se internó en el drama de la soledad neoyorquina.
A comienzos de 1992 su estado de salud se complicó y después del hermetismo y del secreto de su diagnóstico, se supo finalmente la verdad: La sangre de Lavoe estaba infectada con el temible SIDA. Pero para Héctor éste no era un drama pues su vida había sido una lucha contra otras enfermedades como la diabetes, pulmonía, tuberculosis y males hepáticos, sin pasar por alto su fuerte adicción al alcohol y a las drogas. Las posibilidades de su contagio son tan innumerables que aún no se precisa con certeza y se generan especulaciones de todo tipo: de su perfil de mujeriego y empedernido; de su drogadicción (intravenosa) y que sin precaución, fuera una aguja infectada la que pudiera ser la causa. Incluso, se discute aún sobre una serie de transfusiones sanguíneas luego de varios intentos fallidos de suicidio.
Este drama continuó agravándose más para el rey de la puntualidad. Ya estaba perdido para la vida. Nadie volvió a verlo, ni a mencionarlo, y como bruma, se fue desvaneciendo. En diciembre de ese año, un anónimo lo encontró tirado en una fría calle de Nueva York y lo internó en un centro de caridad para enfermos de sida. Como lo relata Lavoe en su última composición grabada en 1985: Mi madre dijo: no creas ser un gran tenorio, pararás en un sanatorio y allí tu fama tú has de perder. Fue una sentencia cumplida. Allí, estuvo internado con pocos momentos de lucidez, en los cuales se dedicaba a cantar convirtiéndose en el paciente más famoso del hospital. Al ser desahuciado, su última voluntad era morir en Nueva York y ser sepultado junto a su hijo.
Luego de una complicación médica a raíz de un infarto y pasado el mediodía del martes 29 de junio de 1993, consecuencia de un segundo paro cardíaco, se fue yendo en silencio el más escandaloso e impuntual cantante de salsa, murió víctima de las amenazas que están acabando con el mundo, del engaño de los negocios, de los disqueros que viven de la venta de sus discos sin pagar regalías. En cuestiones de amor y de amistades, el pueblo fue su cómplice. Él podía mentarle la madre a todo el mundo, y su público se reía. Lo malcriaron. Héctor Lavoe murió triste y vacío, de fracaso, de desamor por la vida, de pobreza, de angustia. La noticia de su deceso fue cubierta por cientos de diarios, fue titular que alcanzó página entera. Así, se convirtió en mártir de la salsa, ese monstruo que ayudó a crear.