Recientemente tuve la oportunidad de entrevistar a una brillante joven analista, escritora en temas de desarrollo, que como parte de su biografía, se describe “feminista“. Aunque mi conversación no tenía nada que ver con este tema, por curiosidad le pregunté por qué se clasificaba de esa manera.
Me dijo que le interesaba abogar por la igualdad de género. Por ser mujer había tenido que pasar algunas experiencias incómodas. En varias de sus presentaciones había sido interrumpida, ignorada y en algunos casos casi que censurada. Me decía que los hombres, a veces, repetían lo que ella ya había dicho, apropiándose de sus ideas. Y lo peor, que por ser hombres eran más oídos.
Y me lo dijo con un tono distinto. Un poco más desafiante del que venía usando en la conversación. En su voz se sentía algo de rabia. Me llamó la atención.
Y entonces me pregunté: ¿Es este tipo de actitud —que percibí en su tono— la que puede generar los cambios que la sociedad requiere para mejorar la situación de las mujeres?
Volvamos atrás. La palabra “feminismo“, acuñada a mediados del siglo XIX ha sido, desde entonces, la representación de la lucha de las mujeres por alcanzar los mismos derechos de los hombres. Una lucha encaminada a demostrar, a confrontar, a pelear por unos derechos en ese momento inexistentes.
Con éxito y gracias a los diversos movimientos feministas, se han lograron importantes avances. Desde el derecho al sufragio, el mejoramiento de las opciones educativas, hasta los derechos reproductivos, entre muchos otros.
Pero hoy los problemas de género son distintos. La violencia verbal, el maltrato psicológico y económico, la violencia física, y el abuso sexual están arraigados en sutilezas culturales que no han sido fáciles de cambiar y que están presentes aún en la concepción de la familia, en los estereotipos, en la imagen distorsionada de las mujeres y la feminidad, y en la definición de lo que es o no ser “macho”.
Estas características de la cultura, involucra a hombres y mujeres. No solo a las mujeres.
La tesis del investigador Jackson Katz autor de la Paradoja del Macho: por qué algunos hombres hieren mujeres y cómo todos los hombres pueden ayudar, explica en detalle porqué es esencial que los hombres lideren también estos cambios.
Katz, fundador de un programa de Mentores en la Prevención de la Violencia (MVP) y director del primer programa de este tipo en el Marine Corp. de Estados Unidos, dice que en esta problemática los hombres no solo son victimarios, sino víctimas del abuso, las violaciones y los asesinatos de sus madres, hijas, amigas y hermanas. Y desde ahí construye un argumento con el que justifica la necesidad de consensos y heterogeneidad en la lucha contra la violencia hacia las mujeres, partiendo inicialmente de un cambio de cultura masculina.
Y para mí tiene sentido. Si son los hombres los causantes del problema, cómo no hacerlos partes de la solución.
Según Katz, funciona. Los hombres con los que ha trabajado, dice, entienden que los problemas que enfrentan las mujeres — desigualdad, abuso, irrespeto etc. — terminan por afectarlos. Todos son hijos, esposos, hermanos, padres o amigos de alguna mujer que podría en algún momento de su vida, atravesar por estas situaciones. Así mismo son amigos, hermanos, padres, socios, colegas, o compañeros de los hombres que causan estos problemas.
Llegar a esa aceptación no es fácil. Sobre todo porque por años, los hombres han visto temas como la violencia y el abuso contra las mujeres propios de ellas, muy ajenos a sí mismos.
Desde esta perspectiva, el término “feminismo”o la clasificación de “feminista”perpetúa la idea de que las desigualdades de género o la violencia contra las mujeres, son un asunto femenino. En vez de generar consensos, produce rechazo, amenaza, indiferencia.
Y aunque por cambiar una palabra no se va alterar una conducta que lleva años enquistada en la sociedad, puede ser el comienzo del cambio.
En mi caso, prometo de aquí en adelante, definirme como “heterogenista“.