Lo que queremos evitar

Lo que queremos evitar

En mi cuarto estos cuadros me recuerdan a diario todo aquello que no quiero

Por: José Daniel Sánchez Quiñones
junio 15, 2018
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Lo que queremos evitar

A la izquierda, Fidel Castro, figura cubana que enfrentó valientemente las desigualdades de clase, pero sobrevino una sostenida crisis económica y social que ahondó la pobreza y, tal como se ilustra, en la prostitución. A la derecha, Álvaro Uribe, el “gran colombiano” quien quiso acabar con la insurgencia y paradójicamente terminó reciclando más violencia al estilo de George Orwell: controlándolo todo, como el “gran hermano” en la obra 1984, que tiene la capacidad de observarnos a todos.

La política, más que una práctica o una ciencia, es una filosofía. Y no porque los intelectuales adoctrinen invariablemente sobre su naturaleza, sino porque los colombianos, conocedores de la violencia como rutina, han reflexionado sobre la esencia de un mundo al que fijan límites morales.

Tan hermosa actividad intelectual hace parte de las libertades del hombre, que son banderas de victoria para las luchas políticas. Acá se construye y deconstruye ciudadanía, según los usos del lenguaje como puente y fuente de poder.

Por eso la democracia es un imaginario colectivo de bienestar o, dicho de otra manera, un consenso sobre todo lo que quisiéramos evitar conociendo la miseria que el hombre ha vivido. Se reúnen esfuerzos para definir una representación del sistema y un programa de acción, siendo saludable un entorno que discuta la mayor cantidad de visiones del régimen político.

Los acuerdos sobre lo que queremos evitar cambian y no por falsedad sino por una intención de aprendizaje de acuerdo al devenir histórico. Por eso, el cambio es la fuente de la democracia, contrario a un agua estancada que, inevitablemente, se pudre.

Queremos evitar sufrimiento y guerra, pobreza y desigualdad, no evitar al colectivo que concibe un sistema distinto. Ahí se pudre el sistema y, también, se consolida la izquierda y la derecha.

A junio de 2018, la realidad política colombiana no es más que una tragicomedia. Orwell decía: "Cada guerra, cuando ocurre o antes de que ocurra, es representada no como una guerra, sino como un acto de defensa propia contra un maniático homicida". Petristas y Duquistas, fieles a la matemática electoral, representan a sus rivales como el anticristo mismo, convirtiendo a la ideología en una metodología para maltratar a quien no comparte sus visiones.

El oportunismo político se convirtió en una de las libertades humanas. Su programa de acción, por lado y lado, consta de dos sencillas estrategias: una respuesta a cada postulado del contrario y, seguidamente, el uso de “la política del miedo” que consta del uso del lenguaje como herramienta de poder para categorizar al enemigo (extremista, populista, caudillo, delfín, mamerto, castrochavista o paraco) para que el ciudadano de a pie lo identifique como algo “que queremos evitar”.

Veamos un ejemplo concreto: las drogas. Los realistas, quienes reconocen que por su configuración cultural están y estarán siempre con nosotros, han luchado por una política pública que las regula en materia de salud (sin legalizarlas por completo). Pero los restauradores éticos han querido eliminarlas de la vida social, respondiendo con una política punitiva, atiborrando las cárceles de consumidores, mayormente de estratos bajos, tildándolos de criminales y reciclando violencia mientras desconocen la realidad social compleja que precede estos escenarios de consumo.

En Colombia triunfaron los hacedores de marketing político en tanto construyeron un discurso unificador, pero solo en detrimento de la relación Estado – nación. No estamos eligiendo ni reflexionando sobre nuestra realidad, sino siguiendo una metodología. Un pueblo, organizado en República es una ficción si su valor lo determina un elemento ajeno que lo sume en la dependencia.

Sin embargo, no debemos callarlos, pues los días acumulados forman historia y razón, que solo se alimenta de la sin-razón. Ese despertar colectivo se arrepentirá de haber despreciado el centro como espectro político y, más aún, permitirá el cambio social.

Se entenderá que la solución no es binaria: comunista o anticomunista, legalización o no de las drogas, guerra o paz, izquierda o derecha. El cambio social nunca ha sido ni será una cuestión de todo o nada: en cuestiones prácticas y sociales apuntar a la perfección es un imposible teórico. No se puede seguir esperando algo distinto mientras se hace lo mismo, por eso la paz de Colombia se logra con fórmulas mucho más complejas que la ya instaurada en el imaginario de: “el que la hace, la paga”.

Las nuevas generaciones muestran descontento de este exhibicionismo teatral. millennials o como se les catalogue, son una realidad. El Barómetro de las Américas, una gran encuesta a nivel regional que arroja datos sobre la salud de las democracias en América Latina, muestra la falta de fe sobre las democracias y, de manera novedosa, un incremento de “los indiferentes”: quienes no creen en gobiernos ni ideologías.

Ojalá la política no termine de morir, pues una verdad es que la política que no mejora al hombre, no sirve. Realmente, solo lo podría decir mejor Alejandro Gaviria, quien habla sobre la insuperable imperfección de la especie: “las sociedades fundadas sobre el fundamentalismo moral, lideradas por restauradores éticos, terminan casi siempre sumidas en el caos, alejadas de la convivencia civilizada. En cambio, las sociedades guiadas por reformadores realistas, escépticos frente a las virtudes del alma humana, avanzan con mayor celeridad por la ruta del progreso y la civilización”.

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