Desde que comenzamos a leer el evangelio sabemos que el personaje principal se va a morir, lo van a sentenciar a muerte (Marcos 15:6-20). La muerte de Jesús fue una condena legal que le hacían a los que el imperio consideraba peligrosos militar o ideológicamente. Fue una muerte dolorosa y pública, de esas que se hacen en la cúspide de una montaña, para que todos se den cuenta lo que le ocurre a las personas si piensan y actúan como ese condenado, una muerte que advierte: “no sean, no hagan, no piensen, no vivan, como este crucificado”(Mateo 17: 33-44).
Jesús era inconveniente. Lo era para la normalidad política y para la institucionalidad religiosa que hacía parte de la estructura de la normalidad política. Lo que decía y hacía estaba en contravía de lo que los representantes del poder esperaban y querían que dijera e hiciera un ciudadano “normal”. El perdón, que, por ejemplo, le otorgó a uno (o varios) de los enfermos que le acercaron para encontrar sanidad, era privativo del templo (Éxodo 30,10), solo la tradición del templo estaba habilitada oficialmente para ejercer los rituales del perdón. Y sin embargo él aseguraba perdonar (Marcos 2:1–12).
En el caso del gobierno, su mensaje era que “el reino de Dios llegó” (Mateo 4: 17) y eso implicaba que los “gobiernos de este mundo” serían subordinados. Imaginemos que somos los emperadores de Roma en la época de Jesús, nosotros somos los dueños de todas las tierras conquistadas, somos la cabeza de la economía agraria y comercial y aparece alguien diciendo que otro reino, otro gobierno, otro poder político, se va a establecer, eso sería una afrenta. Y bueno, seguramente el caso de Jesús no llegó hasta el emperador pero sí llegó hasta sus representantes en Israel. Según nos lo cuenta el evangelio, fue acusado por el sanedrín para que las autoridades romanas lo condenaran (Juan 11:45-57).
Claro, el reino de Dios no era de “este mundo” sino de una realidad trascendente (Juan 18:36), pero ese reino que Jesús predicaba trajo consecuencias a la manera en que las personas se relacionaban con “este mundo” (Mateo 10:7). Se cuenta que a los seguidores de Jesús que se juntaron en comunidades luego de que él ya no estaba, los acusaban de “trastornar el mundo” es decir, de cambiar los sistemas de valores que sostenían las relaciones humanas (Hechos 17: 6).
El evangelio fue (y es) una alternativa política a las estructuras institucionales de la época, que trajo (y debe traer) consecuencias sociales en la manera en que nos relacionamos con el otro y la manera como nos organizamos como ciudadanos.
No son cualquier tipo de cambios los que nos plantea el mensaje de Jesús, son transformaciones en la manera de entendernos en el mundo y de entender al otro. El mensaje de Jesús es una invitación a que seamos incluyentes, a no hacer acepción de personas, a no fijarnos en el género, la posición económica o la nacionalidad (o el lugar de nacimiento) (Gálatas 3: 28), de las personas sino a tomar decisiones a base del amor (1 Juan 4:7-21), a juntarnos en comunidades solidarias que aportan en el bienestar (Hechos 2:45), y, a partir de esto, “trastornar el mundo”.
¿Acaso no debería ser esta "la política" del cristiano?