Después de doce años de ver y amar el fútbol, uno empieza a reconocer las mentiras y los lugares comunes que repiten sin cesar los protagonistas y la prensa. He aprendido a dudar de la estrella del mes, de los cracks de un fin de semana, pero sin lugar a dudas el papel más tergiversado, inflado y desinflado en el ambiente del fútbol es el del entrenador.
¿Cuál es el rasgo del buen entrenador? ¿Qué hace a unos mejores que otros? ¿Con qué criterio se define quién es el mejor? Si el lector toma la portada de cualquier revista deportiva, encontrará un criterio unívoco pero absurdo: el mejor entrenador es el que gana. Esta falacia se repite en todos los canales y la promueven muchos protagonistas. Lo cierto es que el Maestro Tabárez, Pep Guardiola o Ricardo La Volpe coinciden en que el entrenador es solo “el treinta por ciento del rendimiento de un equipo”, el resto proviene de los jugadores. En la cancha el jugador decide y también se equivoca. El fútbol es un deporte de errores jugado con los pies, no crean la mentira de que se define en un escritorio o un pizarrón, siempre se define dentro de esos hermosos noventa minutos.
No obstante, ese treinta por ciento es valioso y seguramente los grandes entrenadores (que reconocen la preponderancia del jugador) influyen un poco más, es ese grado de influencia en el equipo, desde todos los ámbitos, el que realmente define quién es el mejor. Los rasgos que permiten determinar esa influencia son varios El primero, sin duda, obedece a la capacidad de reproducir una manera de jugar en distintos escenarios y con diferentes jugadores. En segundo lugar, está la vocación de maestro, con la cual el entrenador mejora a sus intérpretes, les aporte algo a su juego y, por supuesto, está la estrategia, que no es otra cosa que darles una ventaja a sus jugadores desde la planeación de un partido para que, eventualmente, con esa ventaja dominen.
En estos doce años de ver fútbol esas son las características que he identificado y que, según mi criterio, debe tener el gran entrenador. Porque ganar o perder es un destino inexpugnable. Con esos criterios tengo a mis favoritos: Pep Guardiola, Marcelo Bielsa y Jürgen Klopp. Los tres son geniales, sinceros y con un estilo propio. Además, tácticamente son expertos y reconocidos por sus jugadores como maestros incomparables.
Hoy el foco del mundo está puesto sobre Klopp, por lo que ha logrado con su Liverpool, pero estas líneas quieren destacarlo más allá del resultado final. Sería contradictorio si soslayara en los resultados y el juego de “Los Reds” la influencia del fantástico Mo Salah, pero para los que hemos seguido a “Kloppo”, es evidente su mano en este Liverpool.
Su estilo es muy diferente al de Guardiola y muy cercano al de Marcelo Bielsa, aunque todos comparten el cuarto rasgo esencial de los grandes técnicos: pretenden el protagonismo y el dominio en cada partido que disputan. El fútbol de Klopp no es holandés, no propone una tenencia prolongada y un partido de pocas posesiones, sino una verticalidad constante a partir de la apertura del último tercio de cancha con sus extremos. Todo esto va acompañado de una presión incesante para producir errores al rival. Ya lo dijo el propio Jürgen: “A Arsène Wenger le gusta jugar al fútbol como una orquesta silenciosa, a mí me gusta más el heavy metal”.
Este Liverpool de rock pesado, de tránsito vertiginoso con Mo, Sadio y Firmino no es su primera obra de arte, la primera la hizo en Dortmund donde dirigió desde 2008 hasta 2015. En ese período ganó la Bundesliga dos veces, pero sin duda su gran orgullo es aquel Borussia que enamoró al mundo en el 2013, aquel equipo maravilloso que sabemos de memoria con Hummels, Gündogan, Götze, Reus y Lewandowski.
En aquel año llegó a la final de la Champions League y cayó ante el Bayern Münich, más conservador, de Jupp Heynckes. El rock pesado no le permitió derrotar a la filarmónica más poderosa de Alemania. Tampoco pudo hacerlo contra Sevilla, ya en el Liverpool, en la final de Europa League que disputaron en 2016. Ciertamente, ese estilo de rock pesado implica un desgaste enorme y si los goles no llegan rápido, los últimos 20 minutos se vuelven un suplicio. Esto pasa sobre todo si no tiene un jugador con vocación de organizador natural, que dé pausa, como era Gündogan para aquel Dortmund y, al menos por ahora, no parece haber uno en el equipo de Anfield. Lo que sí tiene es a Salah, ese intérprete infalible que le traduce en goles muchos de los golpes de batería con los que el Liverpool sale a jugar.
Quizá el fútbol le dé la oportunidad de tener revancha contra el Real Madrid este sábado. Si este deporte le debe un mundial a Messi, le debe también una Champions a Jürgen Klopp. No hay que dejarse engañar, la grandeza de Klopp no la definirá el resultado, la define su capacidad de mejorar a sus jugadores, solo hay que ver el crecimiento de Lewandowski, Salah, Reus o Gündogan bajo su tutela. Su conocimiento táctico también es de maestros, pues ciertamente le dio en este ámbito una paliza a Pep Guardiola, tal vez el mejor estratega del mundo. Pero, sobre todas las cosas, la calidad de Klopp la define su capacidad para reproducir un estilo. Casi como una premonición, una vez dijo en Dortmund: “Los aficionados no solo tienen que reconocernos por nuestras camisetas amarillas. Aunque juguemos de color rojo, todos tienen que pensar: ‘Guau, ese equipo solo puede ser el Borussia Dortmund’” y hoy que su equipo juega de rojo, puedo decir: ¡Guau, ese equipo solo puede ser el de Jürgen Klopp!