Cada madrugada, mucho antes de que Manjui despierte con la primera claridad, bajo la escasa luz de la ciudad, en las esquinas y andenes, las almas de mujeres trabajadoras de flores se congregan con resignación a la espera de ser engullidas una vez más por las inmensas naves que cubren los extensos cultivos de rosa y astromelia, pompón y clavel. El frío de la sabana bogotana como de costumbre, es menguado con tinto, agua de panela y abrigos de bajo costo. Es un día más para llevarse a la boca un pedazo de salario mínimo.
En algunas, las largas y extenuantes jornadas en cultivo y poscosecha se han devorado sus mejores años de juventud y vitalidad. Las profundas manchas en sus rostros y la rudeza de sus manos dan cuenta de una vida dedicada a la obediencia al capataz. En otras, el trabajo diario durante décadas ha averiado irreparablemente sus cuerpos, degenerando tendones y huesos, dejándolos inservibles, despreciados.
La mujer es especialmente apetecida. Si es pobre, sin educación y tiene hijos a su cargo, mejor. Las flores también las necesitan sumisas y calladas. Nada que le genere mejores réditos a la producción que una mujer que no ofrezca resistencia al ser utilizada, explotada, acosada. Luego de ser exprimidas, ya viejas y agotadas, son fríamente reemplazadas por otras más jóvenes, como si se tratara de un ciclo perverso de cosificación.
El esplendor de las floristerías en las calles de Miami, Los Ángeles o New York contrasta con las verdaderas “Plantaciones de Sudor” en Facatativá, Madrid y El Rosal. En el Día de la Madre, en la América del Norte opulenta, la mujer es el color en un bouquet floral de setenta dólares; en la Sabana de Bogotá, Facatativá es una mujer y madre trabajadora con aroma a flores de exportación.
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