Estos días me ha estado rondando una pregunta, y se la he planteado a mis estudiantes bajo la forma de un experimento mental, a ver si alguno se anima a adoptarla como tema de tesis: ¿cómo cambiaría la distribución del poder político en Colombia, cómo cambiaría de manos si, por arte de magia, de la noche a la mañana, todos decidiéramos no comer más carne?
No sé hasta cuándo me eluda la respuesta, pero creo que la pregunta es interesante porque permite que la mente sintonice al mismo tiempo las tres dimensiones claves sobre lo que decidimos comer: la dimensión nutricional, la dimensión ética y la dimensión política.
Desde el punto de vista nutricional, la carne no solo es innecesaria, sino que además puede llegar a ser dañina. Es innecesaria porque podemos obtener las proteínas y otros nutrientes esenciales que nuestro organismo requiere a partir de otras múltiples fuentes, sobre las cuales es importante conocer y educar: de las legumbres, por ejemplo, como los fríjoles, las lentejas, los garbanzos, los guisantes, las habas o la soya. O de las nueces, o del pescado. Y puede llegar a ser dañina porque, en primer lugar, la carne y sus derivados procesados (de res y de cerdo, principalmente) contiene altas cantidades de grasas saturadas y otras sustancias cuyo consumo habitual incrementa las posibilidades de sufrir enfermedades cardiovasculares o algunos tipos de cáncer. También puede ser dañina porque los procesos de producción industrial cárnica y avícola, especialmente en Estados Unidos y Europa (hay que examinar detenidamente el asunto en América Latina), están fundamentados sobre regímenes alimenticios, farmacológicos y habitacionales que no solo van en contravía de la naturaleza de los animales, sino que además atentan contra su adecuada salud e higiene.
Esto nos lleva directamente al dilema ético: ¿debemos hacer parte de una cadena industrial de producción masiva de carne (de res, de cerdo, de pollo) basada en el maltrato y el sufrimiento de millones de seres vivos? No quiero exponer acá los lúgubres detalles, pero hay suficiente material en la Internet como para informarse bien sobre las condiciones en que son tratados. La pregunta es la siguiente: ¿si yo sé que no es necesario comer carne, y conozco los horrores de su producción, puedo seguir escudándome en que es deliciosa?
Por supuesto que no es fácil.
Esta es la primera razón por la cual el tema también es político. Si creemos que la decisión saludable y ética es dejar de consumir carne, entonces quizás las barreras (de información y acceso) para sustituirla por otros alimentos son injustas, puesto que limitan la libertad de tomar esa decisión. En este sentido, podría pensarse en un movimiento social que articule esfuerzos en varios frentes — las políticas públicas, el debate político y la innovación social — para diseñar nuevos mercados de alimentos que no incrementen los costos de una dieta más vegetariana, sino que los disminuyan. (Sí, el diseño de los mercados es parte esencial de lo que es, en su esencia, la política.)
La segunda razón por la cual el tema es político, es que, como lo sugiere nuestra pregunta inicial, la industria alimenticia ostenta un enorme poder en la sociedad. No es sino contar propagandas de cualquier tipo, en la televisión, las revistas, la radio, para darse cuenta de la enorme inversión que se hace, quizás no para ofrecernos información con base en la cual tomar decisiones más responsables, sino tal vez para vendernos unos productos sobre los que, en realidad, sabemos muy poco. ¿Quién se lee la etiqueta de ingredientes en el cereal azucarado que te va a hacer mejor deportista, o en el supuesto té envasado que te va a hacer adelgazar? ¿Cómo se vigila a esta industria? ¿Cómo se protege al consumidor? ¿Y cómo afecta la estructura de esta gran industria la igualdad de condiciones para prosperar y ejercer la ciudadanía, sobre todo de la mayoría de las personas que viven en y del campo?
Al final, no estaríamos ya hablando solo de la carne, sino además del azúcar refinada, de la sal, de los cubitos y los sobrecitos de sopas, jugos y sabores, de las harinas refinadas y de toda una gama de productos salados, endulzados, conservados y procesados, como los que a veces preferimos consumir de afán y darle al niño para que no moleste, en vez de una manzana o de una zanahoria de origen campesino, a lo mejor solo porque nos parece más conveniente. Quizás vale la pena pensar la comida; y va a ser sabroso.