Todo parecía estar bien. Locales y visitantes ponderaban la originalidad de la museografía -bastante alejada de la de los museos tradicionales- y elogiaban el diseño de las salas, los dispositivos audiovisuales y la programación cultural que se realizaba en la Sala Múltiple, en la Mediateca Macondo y en la plazoleta Mario Santo Domingo.
Había logrado institucionalizar varios espacios de divulgación como los Jueves del Gran Caribe y la Noche del Río, siendo este último un evento que conquistó y formó, durante sus trece versiones, a un público variopinto entusiasta de las músicas tradicionales del Caribe colombiano. También alcanzó a realizar varias sesiones de la Cátedra de Cocinas del Caribe, que lastimosamente desapareció.
Tenía también, el Museo del Caribe, una pequeña tienda con una bonita colección de objetos creados por jóvenes diseñadores locales con la marca del museo.
Todo parecía andar bien. Gracias a los convenios establecidos con los entes territoriales, docenas de escuelas y colegios de Barranquilla y el Atlántico enviaban a sus estudiantes a ver la exposición de la cultura caribeña y hasta los profesores universitarios encomendaban a sus alumnos trabajos sobre el museo. Los convenios, que alcanzaron a representar $26.197.890.801 en 9 años, no son un negocio que le reporte al museo mayores beneficios, pero al menos garantizaba un flujo de visitantes de los estratos más bajos de la ciudad y el departamento.
Los visitantes extranjeros se iban gratamente impresionados y los de otras regiones del Caribe se llevaban el orgullo regional mejor puesto que nunca. Se reconocía como espacio para el fortalecimiento de la identidad y la construcción de un nuevo imaginario de región.
Además de todo eso, y como parte de su necesidad de generar recursos, el Parque Cultural del Caribe vendía servicios de museografía a otras instituciones, asesoraba proyectos, alquilaba espacios y como si fuera poco, llevaba con éxito el restaurante La cocina del museo.
Todo parecía marchar bien… Hasta que los aires acondicionados comenzaron a fallar, los bombillos de las lámparas comenzaron a fundirse y los jardines a marchitarse poco a poco. ¿Qué pasó? ¿Por qué no funcionaron los planes de sostenibilidad? ¿Hubo un plan de contingencia? ¿Se crecieron los problemas ante la mirada impotente de una junta directiva donde se sientan socios tan poderosos como la Fundación Mario Santo Domingo, Argos y Promigas?
Quizás los recursos comenzaron a fluir más lento que sus necesidades, quizás sus directivos no dimensionaron adecuadamente los retos que les plantearían el mercado y las dinámicas económicas de la ciudad. Quizás el perfil de la dirección fue erróneamente definido y la estructura interna de la entidad no fue la más acertada.
Lo cierto es que el déficit se hizo cada vez más grande. Mientras que el presupuesto de operación de los 9 años sumó 28 millones, 194 mil, 400 pesos, los aportes efectivos de la ciudad y el departamento juntos fueron de 8 mil 965 millones. Los 19 mil 200 millones de pesos restantes (el 68% del presupuesto), tenía que proveerse por gestión de la entidad: ingresos por taquilla, eventos, restaurante, tienda, aportes de empresas privadas y servicios de consultoría, que no alcanzaron para cerrar la brecha. Entre otras cosas, el informe de gestión presentado por la Dirección del Parque Cultural en 2018 no indica cuánto se gestionó en estos 9 años. Lo que sí revela es que la reinversión realizada entre 2009 y 2017 fue de $3 mil 950 millones, de los cuales un poco más de $2 mil millones figuran en el rubro “Renovación tecnológica del museo. El remanente iba a reparaciones locativas, mantenimientos de ascensores, servicios, etc. Sería interesante solicitar una actualización del presupuesto de operación del Museo del Caribe, para saber cuánto cuesta y qué se requiere realmente para sostener el museo, independientemente de los gastos administrativos del Parque Cultural del Caribe.
Llama la atención, de las cifras contenidas en el informe, que el presupuesto de operación de 2017 fue fijado en $4.888.551, cifra parecida a la de los gastos operacionales del Museo de Antioquia en 2013 ($4.985.000), siendo aquella una entidad con más de 500 empleados y una oferta de servicios apreciablemente mayor.
Un museo anquilosado
De cualquier manera, los ingresos no alcanzaban y el deterioro tomó un ritmo galopante, no sólo sobre la planta física sino sobre el discurso mismo del museo. A los 7 años de creado se imponía una renovación, por lo menos parcial, de la exposición. Era un período más que prudencial para instalarse en la ciudad y la región con un lenguaje distinto desde donde narrar la cultura caribe, y cumplido ese período era necesario mostrar más de lo que se tenía. Porque el museo cuenta con una inmensa cantidad y calidad de información que puede ser vertida en guiones museológicos para las cinco salas; información que, según lo previsto inicialmente, no solo estaría a disposición del público mediante pantallas táctiles colocadas estratégicamente en cada piso, sino que alimentaría la renovación de los contenidos en los próximos años. En esas terminales los visitantes podrían ampliar su visión sobre temas centrales de la narración con documentos, diagramas o enlaces relacionados, teniendo la posibilidad de acceder a cientos de recursos a través de la red.
Pero no se implementaron las pantallas, por lo cual muchos visitantes ya encuentran superficial el contenido de la exposición. En 2017 un estudiante de la Maestría en Historia de una universidad privada escribió en su trabajo sobre el museo: “Hoy es un sitio para turistear y que sirve para darle atractivo a Barranquilla como un lugar donde hay cosas interesantes. Es una posición endeble que con el tiempo dejará de ser relevante, a menos que se utilice como un punto de partida para establecer acciones que lleven al cumplimiento del objetivo más valioso: fortalecer la identidad del ser Caribe mediante la apropiación de sus gentes. (…) Las condiciones están dadas y hay que aprovecharlas. No es justo que solo en algunos periodos del año, sobre todo en vísperas de Carnaval, el Museo del Caribe sirva de epicentro para las manifestaciones de la cultura.”
¿Por qué no se instalaron unas sencillas terminales con información complementaria?
Quizás porque al no haber una dirección académica en la institución no se dimensionó la importancia de su función educativa en el museo. ¿Y por qué el museo no tenía una dirección propia? Quizás porque los directivos estimaron que una sola persona podía ejercer de dirección del museo y la del centro cultural y que ambas funciones las podía ejercer con lujo de competencia una persona con perfil gerencial y experiencia en el sector público. Se dirá, con razón, que para ambas labores la dirección contaba con un equipo de trabajo y unos asesores, pero quizás estos no fueron los suficientes o los más indicados.
Entre las deudas grandes que tiene el museo con su público está el montaje del gran panel sobre el río Magdalena que se había previsto en la sala de la acción; un tema apenas perceptible en el discurso del museo, a pesar de tener en sus archivos todos los elementos para construir un gran relato audiovisual y sensitivo de nuestra arteria mayor.
En algún momento de 2007 o 2008 se consideró, con pragmático criterio, que no era necesario que el museo tuviese una planta de personal especializado, sino que un mismo equipo de diseño, educación, comunicaciones, administración y finanzas podía trabajar para el museo y para el Parque Cultural del Caribe al mismo tiempo. No importaba que, una vez inaugurado el Museo del Caribe, la directora del parque cultural quedara a cargo de su administración, mantenimiento, descentralización y actualización museal, al tiempo que continuaba con su plan estratégico de construcción del Museo de Arte Moderno y la Cinemateca del Caribe, más los servicios de extensión a la comunidad.
Para cuando el museo adoptó el nombre Museo del Caribe Gabriel García Márquez, la crisis tocaba a las puertas. En 2016 la institución cumplió siete años, la “edad de la conciencia”. Sin embargo, aún no tenía derecho a tener NIT propio, es decir, mayoría de edad como museo y por tanto, poder decisorio: qué exponer y cómo exponerlo. Tampoco tenía vocería académica (a través de un departamento de publicaciones, por ejemplo) que se encargara de divulgar el conocimiento y de paso comercializar parte del acervo de imágenes y sonidos que respalda la producción del museo. Así estuvo pensado desde el principio, era parte de un plan estratégico que inició con Carmen Arévalo pero que no fue completamente acatado después.
En las memorias de las reuniones de trabajo de la época sería posible encontrar ejercicios de estructura organizativa que preveían equipos de trabajo museológico y museográfico, como lo exige, por demás, el Código de Deontología del Consejo Internacional de Museos, ICOM (por sus siglas en inglés). Este tiene en cuenta los principios globalmente aceptados por la comunidad museística internacional al establecer UNA NORMA MÍNIMA PARA LOS MUSEOS. Dicha norma se presenta como una serie de principios sobre las prácticas profesionales que es deseable aplicar en un museo, con directrices y evaluaciones de cumplimiento con mira a acreditaciones, habilitaciones o sistemas similares de evaluación. Cuando no hay normas definidas en el plano local, se pueden obtener directrices por conducto de la Secretaría del ICOM o de los Comités Nacionales o Internacionales competentes.
El código tiene, asimismo, un capítulo dedicado a la Política Comercial (1.10) donde reza: “El órgano rector debe dotarse de una norma escrita relativa a los ingresos que puede generar con sus actividades o que puede aceptar de fuentes externas. Cualquiera que sea la fuente de financiación, los museos deben conservar el control del contenido y la integridad de sus programas, exposiciones y actividades. Las actividades generadoras de ingresos no deben ir en detrimento de las normas de la institución, ni perjudicar a su público.”
No sabemos si el museo tiene una norma escrita al respecto, pero sí que intentó generar ingresos con actividades de consultoría, alquileres y restaurantes, pero dejando de explotar el enorme potencial de sus activos intangibles, los derechos de autor. A manera de referencia podemos ver que el Museo de Antioquia generó en el 2013 la nada despreciable suma de $1.675.000.000 por actividades comerciales.
Me consta, por razones profesionales, que al menos desde el 2013 la dirección de Parque Cultural del Caribe recibió diversas propuestas de merchandising que le hubieran permitido explotar sus derechos de autor; sobre todo ese banco de imágenes, música y fotografías producidas para alimentar la museografía de las salas. En otras palabras, el museo no le apostó a sus propias capacidades como productor cultural, mucho menos fue el gran promotor de las industrias culturales y creativas de toda la región. Un museo puede mover todo un clúster de cultura, con precios justos para los creadores y artesanos y una hermosa labor de responsabilidad social.
Un proyecto presentado por Prodim Asociados y Ediciones Amaranta contemplaba la instalación de una gran tienda en el lobby, donde los visitantes podrían, desde tomarse un café hasta comprar juegos didácticos, videos, libros, calendarios y toda una línea de productos atractivos, como se lo merecía un museo de su envergadura. Ese proyecto de tienda quedó archivado por falta de fondos para la inversión. Pero tampoco prosperaron otras propuestas creativas que buscaban fortalecer la generación de ingresos para la institución. Fueron varias las empresas que le propusieron desarrollar nuevos productos para la venta a partir de la exposición, pero ninguna tuvo la oportunidad con el museo.
Sí, todo parecía ir bien, hasta que a los conferencistas invitados al Jueves del Gran Caribe se les dejó de pagar por sus conferencias; hasta que comenzó a suceder –y fui testigo de ello- que los guías perdían calidad en su discurso, que el visitante se sentía abandonado en la experiencia de recorrer el museo y que su página web se iba quedando rezagada en contenido y diseño.
Así fue como el Museo del Caribe, que con gran orgullo vimos inaugurar en 2009 y que alcanzamos a soñar como el gran museo regional, se fue convirtiendo en un pesado elefante que se balanceaba sobre una frágil telaraña institucional. Por las razones que he expuesto, la red social que debía sostener el museo se adelgazó a tal punto que ya no lo pudo mantener por más tiempo y se quebró.
Para ser justos, habría que señalar también la responsabilidad que le cabe a las administraciones distritales que prometieron mejorar el entorno inmediato del Parque Cultural del Caribe con obras de renovación urbana y no lo hicieron. Aún hoy, a pesar de las millonarias inversiones en la ampliación de las vías adyacentes, la acera de enfrente del Museo del Caribe sigue siendo una cuadra desapacible y gris, sin un café, tienda, hotel o restaurante que le dé vida; por el contrario, es una cuadra donde nadie querría estar después de las seis de la tarde.
No insistiré en el asombro por la omisión de la oportunidad, en la pregunta del por qué no… Solo quiero recordar que el museo tiene todavía mucho más que dar, si logra la vinculación estrecha de todo el sector creativo de la ciudad y del departamento. Es una obligación, además, si se recuerda que desde las Naciones Unidad se ha propuesto una política internacional expresada en la Convención para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial (Unesco, 2003) y que en Colombia también existe desde 2009 una política pública de patrimonio enmarcada en ese instrumento internacional.
Problemas de identidad: El museo cultural del Caribe
En el discurso de los medios el Parque Cultural del Caribe guarda en sus instalaciones al primer museo regional de Colombia… cuando en realidad sería al contrario: son las instalaciones del Museo del Caribe, que es todo lo que vemos ahora sobre la avenida Olaya Herrera entre calles 34 y 36, las que albergan las oficinas del Parque Cultural del Caribe. La confusión es tal desde el principio -por decisión de la junta- que no es raro escuchar a las personas hablar del museo como “el Museo Cultural” o “el parque del Caribe.” Y lo que es más diciente: si hoy se entra a la página web www.culturacaribe.org y se elige el enlace del Museo del Caribe, la visión, misión y objetivos que se le atribuyen a este son los del Parque Cultural. ¿Es decir que el museo no tiene entonces una visión, misión ni objetivos propios?
No es necio preguntarse, en las actuales circunstancias, por qué el Ministerio de Cultura fue tan permisivo con esta institución como para no exigirle lo mismo que le exige a las demás entidades museales de Colombia.
¿Entonces qué hacer?
Así como existe una medicina basada en la evidencia y un Modelo Basado en la Evidencia para las pruebas de conocimiento, también debería de hablarse de una gestión cultural basada en la evidencia. Es evidente que, aunque todo parecía marchar bien, el modelo aplicado resultó desastroso.
¿Qué recomendaciones se le harían a la dirección del Museo del Caribe desde el punto de vista de la gestión cultural?
Podría decírsele, por ejemplo, cuán importante sería para la ciudad y la región que la dirección del PCC considerara la idea de darle al Museo del Caribe, por primera vez, una verdadera estructura de museo, con sus áreas de museología y museografía, un equipo de educación reforzado, curaduría multidisciplinaria, marketing cultural y todo lo que fuera necesario para hacer bailar a ese enorme y querido edificio, para hacerlo volar y ser capaz de posarse en la más lejana barriada de Barranquilla o en el más apartado municipio de la región, llevando ese coro de voces y de imágenes de la cultura caribe en el que hoy nos reconocemos.