Hace muchos años me pregunto por qué tenemos una justicia tan apegada a la forma, pero tan lejos de lo fundamental. Con frecuencia me parece absurda la forma de utilizar figuras seguramente necesarias, como la casa por cárcel o la libertad por vencimiento de términos.
Sin embargo, lo que me motiva a escribir esta nota son los últimos eventos de la democracia que nos han llevado a las urnas para definir el destino de nuestro país: el plebiscito por la paz, la reciente votación para elegir el Congreso y la actual campaña presidencial.
En el primero, donde muchos creímos que ganaría el sí, sorpresivamente ganó el no. Aunque se dijo que la sola pregunta inducía a votar sí, ganaron los del no, con una eficaz estrategia de desinformación y miedo, confesada públicamente y con mucho orgullo por el gerente de la campaña por el no. Y entonces, tampoco entendí nada.
La paz en vez de unirnos, dividió a los colombianos de una forma incomprensible para mí.
Obviamente, el acuerdo con las Farc no era perfecto e implicaba ceder mucho ante un grupo guerrillero que había cometido crímenes terribles, pero para mí era obvio que no es lo mismo negociar cuando la entrega se consigue mediante una victoria militar y el gobierno impone sus condiciones, que cuando se trata de un grupo aún poderoso y con la enorme capacidad de causar daño, como lo hicieron durante tantos años y que ningún gobierno, incluido el de la seguridad democrática que duró 8 años, había logrado derrotar.
También a mí me hubiera gustado mucho más que sus crímenes hubieran tenido el castigo que merecían, pero ante la alternativa de continuar una guerra de más de 50 años, con campamentos donde se cometían atrocidades, contra sus mismos militantes, secuestrados, mujeres y niños, y con una dirigencia preparada para organizar y dirigir atentados en el mismo corazón del país, como la bomba de El Nogal en pleno gobierno de Uribe o en territorios desamparados como el de la iglesia de Bojacá, me parecía obvio que era mejor una paz con impunidad, que continuar una guerra con la misma impunidad, pero con muchos más muertos y miedo, sobre todo para la población más desprotegida, además del daño a la infraestructura petrolera y al medio ambiente.
Al fin y al cabo, a la mayoría de los colombianos que vivimos en las ciudades la guerrilla nunca nos tocó directamente (como lo decía con mucha razón una víctima de esa violencia partidaria del proceso de paz, solo vimos la guerra por televisión). No obstante, ¿cómo no pensar en los habitantes de pequeños poblados, que cuando la guerrilla se tomaba el pueblo su única defensa era un pequeño puesto de policía con 10 agentes, que por supuesto eran los primeros en morir o ser secuestrados?
A pesar de que el proceso fue dirigido por personas tan valiosas y preparadas como Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo, tiene fallas y muchas dificultades para implementarlo.
Sin embargo, la gente votó no en su gran mayoría, no porque lo conocieran en su esencia jurídica y no lo compartieran, sino por las mentiras difundidas con una hábil y perversa estrategia: si ganaba el sí, el próximo presidente sería Timochenko y el Congreso estaría dominado por las Farc, que tenían la capacidad económica suficiente para comprar los votos necesarios; seríamos gobernados por el castrochavismo (cualquier cosa que esto sea) y como se lo oí decir a una humilde mujer, su hijo se convertiría en homosexual, por aquello de la ideología de género (cuyo significado aún no me resulta claro)
Entonces, el gobierno de Santos, que voluntariamente había sometido el proceso de paz a la aprobación de los colombianos mediante el plebiscito, a pesar de las advertencias de su inconveniencia y los riesgos que corría y que había tratado de contrarrestar la campaña del no, diciendo que si este ganaba ya no habría más oportunidades y las Farc regresarían al monte a continuar la guerra, ante el inesperado resultado convocó a la oposición, se hicieron algunas reformas al acuerdo, este fue sometido a la aprobación del Congreso y se firmó un nuevo acuerdo.
Pero aunque se pudo continuar con el proceso de paz, la oposición no quedó satisfecha. Ellos querían cambios en las partes fundamentales del acuerdo y quedaron con un sentimiento de rabia, porque aunque habían ganado en las urnas, el gobierno no había respetado el resultado. Y esa división entre colombianos partidarios del sí y los partidarios del no se hizo aún más profunda.
Ahora bien, el segundo acontecimiento fueron las elecciones parlamentarias y las consultas presidenciales de algunos partidos. Y nuevamente, los resultados aunque previstos, no dejaron de sorprenderme.
Los partidos tradicionales no dudaron en darle su aval a políticos corruptos, pero con un gran caudal electoral y en casos extremos, cuando algunos de ellos estaban inhabilitados por estar físicamente en prisión o con gravísimos procesos judiciales en curso, aceptaron encantados su respaldo, bajo la figura tan conocida de “cuerpo ajeno” reemplazando sus nombres, por las esposas, hijos, hermanos, etc.
Una candidata al Senado por el Centro Democrático dice en una entrevista refiriéndose a lo que se ha llamado “los falsos positivos”, una enorme vergüenza para el Ejército Colombiano, durante el gobierno de Álvaro Uribe y siendo Ministro de Defensa Juan Manuel Santos, que tampoco había que exagerar su gravedad, porque al fin y al cabo si no eran guerrilleros, eran delincuentes que no valían la pena. Sin embargo, después de semejante declaración, sale elegida con una de las votaciones más importantes de su partido.
Pero también tuve sorpresas muy agradables. Los partidos mayoritarios de derecha conservaron su mayoría y su poder, pero crecieron menos de lo previsto. Y para sorpresa de todos, por ejemplo, el Partido Verde, encabezado por Antanas Mockus, tuvo una votación inesperada. Mockus fue el segundo en votaciones para el Senado, lo que me alegró mucho y me sorprendió, porque es un personaje enigmático y a veces difícil de entender. A mí personalmente, me encanta. Sin embargo, no habían pasado 24 horas, cuando ya había una demanda por inhabilidad, que espero no prospere y Mockus pueda ser ese oasis y el símbolo de la honestidad, en un ambiente tan contaminado.
Y finalmente, ahora que estamos inmersos en esta campaña por la presidencia de Colombia, no me siento tranquila con el futuro de mi amada Colombia. Las encuestas que aún con sus equivocaciones no se pueden desconocer como un reflejo de la realidad, muestran una prolongación de esa polarización que hemos vivido por los conflictos entre Santos y Uribe.
Los candidatos que han diseñado sus estrategias para ofrecer las alternativas extremas, exagerando los peligros de sus contendores, están con una amplia diferencia encabezando las intenciones de voto de los colombianos.
En el primer lugar, un candidato promovido por el jefe de su partido, quien tiene un liderazgo fuera de lo común, un apego al poder y un deseo de revancha contra el actual gobierno, que unido a su autoritarismo e intolerancia, constituye una influencia a mi juicio muy peligrosa, que ya se nota en las presentaciones de un candidato que llegaría con un enorme compromiso con su jefe y promotor. Sus seguidores le colaboran con una agresiva estrategia de asustar con el posible triunfo del candidato de izquierda, exagerando los riesgos de un posible triunfo de este, ha conseguido incrementar la polarización y el miedo, sumando a sus seguidores por ideología otros no tan convencidos, pero asustados por el candidato del otro extremo.
En el otro extremo de la polarización y ocupando el segundo lugar en las encuestas, un candidato de izquierda, muy inteligente y hábil en los debates, fomenta el odio de clases y con propuestas populistas, tiene muchos seguidores en un sector de la población, pero en otros sectores inspira un gran temor e incertidumbre ante un posible gobierno suyo. Y paradójicamente, creo que es una buena ayuda para la campaña de la derecha.
Afortunadamente, sin mucho éxito en las encuestas de intención de voto, pero con proyecciones importantes, teniendo en cuenta su poder en la maquinaria política, el candidato con seguidores más cuestionados por casos de corrupción ha logrado la mayor adhesión de los directorios políticos, lo que seguramente se reflejará en la votación.
Pero Colombia tiene una oportunidad maravillosa con Sergio Fajardo y Claudia López, que no podemos desaprovechar. Qué bueno sería que eligiéramos esa manera distinta de hacer política que ellos proponen: llegar al poder de una forma decente, sin estrategias programadas de utilización de las redes sociales para difundir noticias falsas, mentiras e insultos; sin alianzas electorales a cualquier precio; gobernar uniendo a los colombianos sin fomentar el odio; respetar los acuerdos de paz y evitar revivir la guerra que nos trajo tanta muerte y desolación; hacer de la educación su principal bandera y combatir de verdad la corrupción, que nos hace tanto daño económico y moral; aprovechar su alianza con Antanas Mockus para implementar esa cultura ciudadana que nos hace tanta falta. Y tal vez, poder contar en su gobierno con Humberto de La Calle, una excelente persona cuya alianza en la campaña no fue posible. En fin, permitirnos soñar con ese país que queremos.
Por eso, aunque las encuestas muestran a Fajardo en la tercera posición, no quiero perder la esperanza en el día de las elecciones. Pero es necesario, que esos millones de personas que no votan, como lo demuestra ese gran porcentaje de abstención tradicional en elecciones pasadas y conformado en su mayoría por los más jóvenes, decidan participar en el futuro del país y de sus propias vidas y otros millones de ciudadanos, que por miedo a experimentar cosas nuevas, buscan entre los políticos tradicionales el que les ofrezca una mayor seguridad a sus propios intereses, tengan el valor de seguir el consejo de Nelson Mandela: “Que sus decisiones reflejen sus esperanzas, no sus miedos”