Muerto el humor, ¿qué más nos queda?

Muerto el humor, ¿qué más nos queda?

"¿A dónde dirigir la mirada y el rumbo si ya no somos capaces de tolerar la gracia y algunos se sienten amenazados por la risa?"

Por: HECTOR ARTURO GOMEZ MARTINEZ
abril 20, 2018
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Muerto el humor, ¿qué más nos queda?

Las recientes amenazas contra el caricaturista y otras que circulan por las redes sociales, dirigidas no solo a personajes públicos sino a particulares anónimos que con sus comentarios sobre el acontecer nacional indican una mentalidad más abierta y progresista, que al parecer incomoda a los defensores del oscurantismo y la derecha a ultranza, reflejan la intolerancia de estos últimos y la rigidez de pensamiento que los caracteriza; misma que les permite ser permisivos con los desmanes producidos en defensa de esta ideología cerrada y excluyente, pero que persigue, condena y promueve la violencia cuando el más mínimo desafuero proviene de ideologías contrarias o de aquellos que buscan el ascenso en la escala socioeconómica, política o cultural en la que se reflejan los sectores poblacionales de la patria.

Quienes levantando a pulso el pedestal de los propios esfuerzos vemos cómo se pisotea la dignidad y se atropellan los espíritus; aquellos que arrinconados con temor en el cubículo que el desencanto va dejando, ante la amenaza incuestionable que ahora significa andar o desandar algún camino; los que ante el sacrificio a que por cualquiera de los agentes de violencia fuimos sometidos en detrimento de los intereses, y resignados acudimos a la seguridad de las arcas bancarias o corporativas para descubrir con renovado estupor que el dinero también desaparece del lugar menos esperado, bajo la legalidad de unas cargas impositivas que arrasan hasta con lo poco que allí se deposita; los que apesadumbrados e impotentes atestiguamos la noticia de los fraudes, el robo, los sobrecostos, las manipulaciones y toda la corrupción que vapulea con rigor y sin encono los caudales del erario público; las víctimas inusitadas del atraco, la calumnia, el secuestro, el despojo no sólo de las pertenencias sino también de la tranquilidad y la fe en el género humano; aquellos que atizados de entusiasmo, deseo, ilusiones o necesidad, vemos pasar los días sin la respuesta concreta a las aspiraciones de servicio o de trabajo; los más que sometidos sin solución a la traba, el despotismo, la necedad y negligencia de una burocracia anquilosada en la defensa de sus propios intereses e incapaz de incorporar a su conducta la palabra y el sentido del servicio; los que afectados por los excesos, indelicadezas, desmanes y hasta crímenes que a nombre de grandes sentimientos e ideales cometen sin demostración y sin castigo los que jamás vislumbraron la realidad vigente del amor y la confianza; el incontable sector poblacional que enmarcado sin solución en la pobreza consuetudinaria, se aboca con el desarraigo y los desplazamientos al drama de la desolación, la miseria y la sin salida que no permite solventar sin recurrir al delito ni siquiera sus necesidades fundamentales.

En fin, todos aquellos que acostumbrados e impotentes contemplamos cómo cada golpe de la violencia aumenta la impunidad y fomenta la sevicia, sin que la justicia y la autoridad logren con sus actos la aprehensión del implicado y su condena ejemplarizante pero humanizada y reivindicadora. Todos ellos sentimos en el alma y en la racionalidad de la conciencia cómo se derrumba o se termina del todo la esperanza, para mostrar un escenario donde lo tortuoso e incierto, lo impredecible e inútil, lo dudoso y pesimista se alza como una barrera, en la que sólo los presagios y la desolación se anuncian para surgir del holocausto.

Se arruinan las quimeras, se agotan las ilusiones, y sólo el desencanto parece sembrar de huellas un porvenir que no es el esperado, ni el ámbito en el que desean desatarse para satisfacción propia y del entorno nuestras más fervientes y anheladas expectativas.

Pero aún ante ese panorama angustiante y deprimente, el sentido de supervivencia y reacomodo puede adoptar la actitud que condensada en una frase grabada en algún muro o en la hoja perdida de un cuaderno, se convierte en estilo, manera de ser y de pensar, carisma, ropaje existencial con el cual avanzar dispuestos todavía a dar un poco más, a soportar un poco más, a pensar que aún entre el caos los principios y valores pueden reencontrarse y resurgir, que es posible la utopía, y que la convivencia puede alcanzar por fin niveles de dignidad y decoro.

Si la esperanza se acaba que el humor sea lo último que se pierda está escrito, controvirtiendo aquella apocalíptica y final de que “la esperanza es lo último que se pierde”, como si aún en el fondo aterrador de la desolación y el desencanto, el genio y la creatividad del hombre encontraran en su inteligencia otra posibilidad única, cuando todo indica lo improbable.

Pero algo muy grave está pasando cuando no solo se mata o ya se ha muerto la esperanza, sino que ahora también la última entre las últimas salidas se amenaza o se asesina.

Muerto el humor, ¿qué más nos queda?, ¿a dónde dirigir la mirada y el rumbo si ya no somos capaces de tolerar la gracia y algunos se sienten amenazados por la risa?, ¿en dónde queda nuestra civilidad y humanismo si ya no soportamos el gracejo o somos incapaces de burlarnos de nosotros mismos? La muerte del humor que ayuda con sus medios a construir el camino de una sociedad más evolucionada y armónica, sin consideraciones puntuales sobre los enfoques políticos que podrían enmarcar su actuación pública, indica que los niveles de barbarie han llegado al máximo, y que ya no hay más fondo ni bajeza en la escala de la irracionalidad y la violencia a la que los criminales pretendan descender. ¡Oh crueldad y salvajismo el alcanzado, cuando la guerra persigue la sonrisa, amenaza la genialidad, tortura el juego, atormenta el optimismo, y pisotea y asesina la poesía! Algo muy grave, tremendamente grave está pasando, cuando de esto dan cuenta las noticias.

Así las cosas, mañana morirá la modelo por ser bella, o el canto porque sus frases son huellas de alegría, o el verso porque exalta el ser amado, o el rezo porque hace a un lado algún desvelo. La sucia guerra habrá traspasado entonces el ya cuestionable sacrificio del mendigo ajusticiado, del soldado herido, del campesino masacrado, del trabajador honesto que reclama mejores posibilidades, del defensor de los derechos humanos acribillado, del estudiante o del hombre desaparecido.

Retrocederemos así a la brutalidad de las cavernas, a la razón forzada del garrote o del hachazo, a la idolatría irracional del autoritarismo, a la condena irreflexiva del pecado, al circunspecto ceño de los perseguidos, y a la inconsciente obediencia del sonámbulo.

Entonces, quizás, tal vez, solo nos quede el recurso del enclaustramiento, la muerte... o el exilio.

 

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