Crónica de mi vasectomía, una libertad dolorosa

Crónica de mi vasectomía, una libertad dolorosa

"Tengo 28 años. No soy el más joven para una operación de este tipo, pero con todo y ello es una decisión medianamente osada, dadas las condiciones culturales de mi país"

Por: WOLFGANG EIFFEL ARIAS PRADA
abril 02, 2018
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Crónica de mi vasectomía, una libertad dolorosa

Hará un poco más de tres años, cuando estaba en esa camilla, con los brazos atados, las piernas abiertas y una bata quirúrgica, a merced de unas manos desconocidas, de unos ojos extraños, y pensaba que ya, ahora sí, me estaba enloqueciendo un poco, y luego vi la aguja…

Pero esperen, ya voy a volver a eso. Debo aclarar de entrada que tengo 28 años. No soy el más joven para una operación de este tipo, pero con todo y ello es una decisión medianamente osada, dadas las condiciones culturales de mi país. Empecé a tomar la decisión desde muy joven. Creo que después de, ocho, diez, quince sustos, es difícil recordar cuando se está envejeciendo; en fin, después de algunos sustos con mi novia de colegio, me lo empecé a plantear.

¡Y es que odio el látex! ¿Hay alguien que no? Bueno, ya se irán dando cuenta que esta no es una crónica de alguien frío, calculador, hiper responsable y tal, y desde el comienzo se los dije… Ahora, claro, el látex protege de otros “detallitos”, pero sigue estando el peligro latente. Que si no lo ponemos luego del juego previo, y es que cómo definir hasta dónde va el juego previo… En fin, a un amigo le pasó, y yo le dije: “Papi, opérese”, y nada, este me dice que fue juicioso con el condón, y vea cómo son las cosas, ya se operó, para no tener el segundo…

Entremos en materia. La vasectomía está medio satanizada. Antes de sacar mi cita para la operación tuve que pasar por una consulta con un médico y con una enfermera jefe, y si he de ser justo, no digo que no tuviesen buenas intenciones, de hecho notaba una preocupación genuina en sus palabras, pero es que no podían ocultar estar parcializados. Y no los culpo. Cuando llegué a mi cita para la operación, en Profamilia, había conmigo alrededor de diez hombres. Estábamos todos sentados como en una mesa redonda, con nuestras batas quirúrgicas (sí, ya viene la aguja, calma), y uno de nosotros rompe el silencio y pregunta: “bueno, conteo de hijos”, y empiezan: “tres, uno, cuatro, dos,…”, hasta que llega mi turno, y aclaro que era el más joven de todos, y digo: “ninguno”, y las miradas de extrañeza no se pudieron ocultar. Hasta con mis compañeros de aventura me sentía un exiliado…

Y se viene la aguja. A mí me pasaron de primero entre la tropa. Una camilla con espacio para sujetar las manos. De entrada no entendía para qué me iban a sujetar las manos. ¡Ay Dios, soy un ingenuo incorregible! Pues sí, llegó el momento, veo la aguja, pero no cualquier aguja, era una aguja monumental, yo creo que ese tamaño lo usan para vacunar ganado o dinosaurios. Empiezo a mover mis manos; bueno, a tratar. ¡Ay, mi ingenuidad!

Esta historia tiene seis momentos cruciales. Cinco son de intenso dolor, pero hay uno mágico, y perdonen si me pongo romanticón entre tanta sangre, heridas y agujas, pero es que el corazoncito se me arruga. Pero ahora viene la parte en donde lo que se arruga es otra cosa. Voy a hacer la asociación más cercana que se me ocurre al primer dolor. Imaginen la aguja que entra en una encía. Ojo, no es ni por asomo un dolor cercano, pero es lo más cercano que se me ocurre. Para cada conducto de cada testículo hay una inyección. La fría aguja entrando duele como el putas. La mierda, duele mucho, y tú estás indefenso.

Luego entra la anestesia y se te contrae todo. Creo que no son más de diez segundos. Pero ahí te das cuenta de que qué penas de amor ni qué guarradas, ¡esto sí que duele! No me acuerdo si lloré, pero si no lo hice es que soy muy fuerte. Van dos intensos dolores, y el problema con los otros dos es que ya estás avisado, tienes el susto y no puedes correr. No hay nada que hacer…

Cuando termina la operación, en unos diez minutos, después de ver la sangre salpicar un poco mientras no sientes nada pero piensas: “Esto me va a doler después”, el cirujano me muestra los conductos extraídos, como para que sea consciente de que esto no me lo soñé. Son como cables de un centímetro, blancos, chamuscados en la punta.

Para no dejar espacio a los curiosos, la recuperación no es nada del otro mundo. Un par de días con hielo, unas semanas cojeando, sin poder ejercer mucha fuerza y, bueno, aquí se puede entrar a discutir, pero yo recomiendo unos dos meses sin follar. Mejor que eso se sane bien, aunque supongo que en unas tres semanas ya se pueden hacer intentos con cuidado…

Último momento e intenso dolor. A la semana de la operación, tienes que ir a un control para que te desinfecten la herida. Comprendan, uno puede ser muy meticuloso, y mantenerse aseado, pero es que, primero, es una zona de alta transpiración, y segundo, uno no tiene el alma para limpiarse con fuerza en esa zona. Es que da miedo… Así que bueno, llego y me atiende una doctora desalmada. Esta va limpiando bien, ¡bien! Acá el corazón se me vuelve a arrugar al recordar. Es que duele mucho, y los hombres también somos sensibles.

Pero bueno, prometí un momento mágico. Perdón, van a ver que soy muy cursi. Yo sé que el rollo maternal puede ser especial, no lo critico ni un poco, pero los hay como yo que no le hemos hallado la magia. A veces me preguntan si me arrepiento. Voy a responder de este modo: Todos tenemos días malos, momentos en que nos “rompen el corazón”, en que nos sentimos solos, en fin, pero yo tengo un remedio infalible. Yo me voy a las jugueterías, a mirar esos cochecitos tan lindos, esa ropita tan tierna y tan, tan, tan cara, y sonrío, solo sonrío.

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