En medio de la trivialización de la política, los colombianos no podemos olvidar que las estadísticas más importantes no hablan bien de lo que nos está sucediendo y menos de lo que nos espera.
Comencemos por recordar que tanto la bonanza larga que desperdiciamos como la crisis a que fuimos sometidos en los últimos años obedecen a lo que podemos esperar los países subdesarrollados de la llamada economía del libre mercado.
O mejor del neoliberalismo, una palabra que desapareció inclusive del léxico de la única figura pública que la pronunciaba precisamente para hablar de los males que nos producía, el senador Jorge Enrique Robledo, a quien nadie le paró bolas en sus sesudos debates, pero que en el entendimiento de quienes constituyen la masa crítica del país ha sido de lejos el mejor parlamentario de los últimos tiempos.
En el caso de la bonanza obligados a dilapidar lo conseguido por cuenta del consumismo a que nos obliga un sistema que tiene en el gasto desenfrenado una de sus columnas centrales, y la segunda como consecuencia de los avatares del capitalismo que siempre nos coge en sus caídas cortos de presupuesto dizque por no haber ahorrado en los gozosos y además sin soporte alguno para defendernos de sus asaltos a una economía más de apariencias que de consistencia.
Pues bien, suben las cifras de desempleo, los niveles de violencia y delito también ascienden, la mayoría de jóvenes entre 18 y 27 años ni estudian porque no hay dinero ni trabajan porque no hay dónde hacerlo con dignidad y los de 15 años convocan en las redes a sus pares para atacar y desocupar grandes almacenes.
Y la dura realidad de quienes son llevados a semejantes situaciones son enfrentadas por quienes no solo las han propiciado desde el poder sino por quienes se postulan para resolverlas con un recetario de pócimas y vaguedades que no se sabe si producen más angustia que pena ajena.
Qué responsabilidad le cabe al candidato que según el tema que le planteen tiene un ministerio en mente para resolverlo, y viejo de vivir de la politiquería y sus efectos insubsanables, resucita a los pocos días de una estratégica madriguera para proclamarse inmaculado así sus conocidas huestes provengan de los peores cotos del clientelismo, la mermelada y el crimen.
Qué confianza genera un candidato enajenado, clon del de las manos grandes y presa firme o algo por el estilo, que luego de enemil esguinces a la justicia no ha podido ser condenado solo porque sus circunstanciales enemigos políticos, así no alcancen a competirle en maldades, han hecho parte y cohonestado las mismas tropelías.
Más ejército, más policías, nuevas cárceles, continuar modernizando la justicia bajando la edad para enjuiciar a los criminales probablemente, como van las vainas, hasta que toque capturarlos en el propio parto. Porque se puede. Yo me comprometo con tono amenazante.
Robustecer, con lo que quede de presupuesto luego de pagar la adictiva deuda externa, la seguridad tanto interna como externa contra la delincuencia y la gente indecente y no demócrata, incrementar los subsidios que como ayuda para la productividad están solicitando nuestros viejos pichones de industriales para que esta vez sí puedan arrancar. Avances competitivos para conquistar el mundo en vez de gastarnos el dinero en educación, investigación y ciencia propia.
Así es el innombrable neoliberalismo, un solo cuento y muchos candidatos presidenciales para representarlo, sin que ninguno de ellos muestre la más pequeña inclinación por el porvenir real de la nación, incluida dentro de ella por supuesto su gente, los 49 millones de colombianos que cada cuatro años piensan que les llegó la luz para alumbrarlos.
Sus compatriotas no importan, solo los desvelan los bienes naturales explotables que yacen bajo el marco que los contiene, porque de allí saldrán los dineros suficientes para que los 4 años de mandato no pasen sin fortuna para familiares, amigos, contratistas y emprendedores corruptos, porque la corrupción no es un lastre que se deba superar, es la virtud que no se debe descuidar.
Y para alimentar la maquinaria electoral, la que cada cuatro años le garantice al sistema su reencarnación, ya sea en cabeza del patrón, o del traidor, o del buen muchacho o del viejo tramoyista, pero bajo cuyo alero burocrático y contencioso pervivan taimadamente sus dóciles y cerriles seguidores sin que tengan que pronunciar su nombre.