“Parodiando a Ray Bradbury”.
En la banca de la vida, sentado mirando el cielo que empezaba a oscurecer, bajo la tarde de Tamalameque, se encontraba Anastasio Ávila debajo de la ceiba del parque Lorenzo Martin; meditabundo el anciano dueño de 90 años de edad y de muchos kilos de piel arrugada, con su cabeza atiborrada de canas encrespadas, con ganas de pasar a mejor vida, sin el más mínimo indicio de que eso podía suceder, vio a su nieto en la otra banca riéndose de sí mismo mientras sus manos manipulaban con destreza el aparato electrónico que para los conocimientos del anciano solo sirve para llamar.
El anciano observa a su nieto debajo del maíz tostao. Se pregunta de qué se ríe, por qué se aísla en sí mismo, por qué no juega con los otros niños. Reflexiones e interrogantes que lo trasladan indeclinablemente a su infancia, a ese mismo parque de hace más de 8 décadas, ese espacio lleno de excremento de vaca, ese olor a boñiga fresca que en vez de crear repulsión hacia parte del medio y era propio de los hombres que trabajaban, significaba adultez, hombría; por otra parte, en vez de ser residuo fecal era fuente de vida.
En los acacios dos caballos amarrados disfrutaban del pasto verde de abril con dos vacas vagabundas que deambulaban por el lugar; el nieto a su vez miraba al anciano de la banca contigua y en su pequeña cabeza de cabellos apretados se preguntaba por la vista ida del abuelo, sus verrugas pronunciadas como uvas pasas enormes. A su alrededor el parque lleno de baldosas y jardineras, los carros de los vecinos sobre el pavimento de la calle. Para el abuelo en su viaje de recuerdos solo había pasto y calles destapadas, semipobladas de yerba panza de burro, alrededor del parque una aldea campesina de 1000 habitantes, llena de casas de bahareque y escasas viviendas enormes de material con cenefas de un metro de altura y techos de Zinc.
Para el niño el tiempo pasaba rápido mientras jugaba en su teléfono de última generación, online interactuaba por medio de juegos con amigos de otros países que jamás había visto físicamente en su vida; el abuelo en su remolino de anécdotas navegaba por el caño colorao en una canoa llena de niños de su edad, disfrutaba tirado en medio de los altamisales jugando al escondido, luego de acceder unas damas grises y de un buen baño en el caño, con su honda de cuerdas cazaba palomas rabiblanco, para finalizar en un buen picadito de fútbol en una cancha construida sobre un potrero, cuyas porterías eran maderos de robles y vara santa.
Caída la noche abuelo y nieto marchan a casa acosados por el mosquito, el niño se sienta al frente del televisor de 56 pulgadas en su cuarto privado, con el control en la mano, con toda una gama de canales a su disposición, sin censuras ni vigilancia; el abuelo en su habitación recuerda las noches de sus años, sin luz eléctrica, bajo una noche de luna llena, el repique de las tamboras en la esquina de los Carmonas y en la cuadra de la Iglesia, una nube de muchachos rodeando al Viejo Sixto Cadena, quien contaba cuentos interminables de la Llorona y la luz corredora, luego de 10 de la noche el grito sostenido de la vieja Etelvina su madre, quien lo llamaba a acostarse, el aposento mayor de la casa, donde dormía con todos sus hermanos y primos, para entonces no existía la palabra hacinamiento, se orinaba en bacinilla y se dormía en catre, no existían abanicos, el calor era menguado con baños de menticol.
El nieto se levanta tarde, le llevan el desayuno a la cama, mientras él juega con la tablet. El viejo lo observa y vienen a su cabeza aquellos amaneceres, llenos de cantos de gallos, donde a las 5 de la mañana había que levantarse, saltar agua del pozo y bañarse para ir a vender el bollo limpio y buscar la olla de leche en la finca de los Vega. El anciano miraba sus pies deshollejado y los comparaba con la ternura de los de su nieto, protegidos por unos tenis acolchonados, nada que ver con su planta de pie resistente a las piedras y a la arena caliente.
A la hora del almuerzo mientras toman la sopa de crema recuerda aquel fogón de leña y en él la olla llena de sopa de gallina criada en el patio; al instante una llamada, su hija le dice que es su hijo, el que está en Italia y le pone en frente la tablet del nieto. En ese aparato ocioso puede observar en vivo y en directo a su hijo que vive del otro lado del océano atlántico, a miles de kilómetros de Tamalameque. Entonces, da gracias a Dios por estos tiempos modernos, puesto que en sus tiempos un carta tardaría meses en llegar y jamás podría escuchar y menos ver a su hijo mientras tomaba sus alimentos.