Polarización y vientos de guerra civil en Colombia

Polarización y vientos de guerra civil en Colombia

Estamos en un estado de guerra simbólico, ya declarado, y la campaña que se avecina ha mostrado en las calles sus primeros brotes de protesta violenta

Por: Camilo David Cárdenas Barreto
marzo 05, 2018
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Polarización y vientos de guerra civil en Colombia

Se respira en las calles y en las redes sociales una tensión permanente entre las facciones políticas antagónicas. Grupos de Facebook se han convertido en laboratorios de difusión de odio y propaganda y se enfrentan entre sí una y otra vez. Insultos van, insultos vienen. Ataque va, ataque viene. Estamos en un estado de guerra simbólico, ya declarado, y la campaña que se avecina ha mostrado en las calles sus primeros brotes de protesta violenta: Uribe en Popayán y Petro en Cúcuta.

Pero la acción violenta contra Petro no fue solo simbólica, sino que traspasó una frontera que no se había franqueado contra un candidato presidencial, una agresión que puso en cuestión su integridad física y, como acertadamente dijo Daniel Coronell en un tuit, nos remontó a una campaña como la de 1990. Tiene aires: en esa campaña el narcoparamilitarismo asesinó a cuatro candidatos presidenciales. Las vidas de Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro fueron sepultadas en la democracia de papel más estable de América Latina. De nada sirvió que los asesinatos a miembros de la Unión Patriótica hayan sido declarados en 2014 delitos de lesa humanidad. No ha habido en Colombia una reflexión conjunta sobre los efectos de la guerra. Paradójicamente, nuestro Nobel de Paz está dejando un país ad portas de una nueva espiral de violencia.

Y es que el panorama no puede ser más desalentador: el plebiscito no hizo más que mostrar las dos caras de un país polarizado; luego, cuando se incluyó a los líderes políticos del no, en algunos casos quedó claro que el problema era el hecho mismo de que las FARC pudieran participar en política. Merecen morir, dicen algunos, aunque como sociedad tuvimos que aceptar la parcial desmovilización de más de 30.000 paramilitares y el clamor de sus víctimas que no vieron ni reparación ni justicia. La reducción de la violencia paramilitar parecía valerlo.

Y si por allí no escampó, la implementación del acuerdo tampoco ha ido bien. Según el Observatorio de Seguimiento al Acuerdo de Paz, a enero de 2018 la implementación del acuerdo iba en un 18.3%; en octubre, iba en un 18%. En medio de trabas e improvisación política, la Reforma Rural Integral, que buscaba atacar el problema estructural de la tierra, una de las causas más importantes del conflicto armado, ha avanzado apenas un 5%.

Ni hablar de la escandalosa corrupción del país.

En ese contexto de debilidad institucional, propiciada además por una cultura política súbdito-parroquiana y mafiosa que, como sostenía el filósofo Óscar Mejía Quintana, funciona como caldo de cultivo para el amiguismo, el clientelismo, la corrupción y el autoritarismo —maravilloso legado de Pablo Escobar, las narcoguerrillas y Álvaro Uribe—, nos vemos abocados a unas elecciones el próximo 11 de marzo. Pero es claro que no hemos interiorizado las reglas de juego del Estado liberal, ni mucho menos hemos sido capaces de construir una sociedad democrática, encarnar un modus vivendi democrático. El Estado colombiano se ha mostrado incapaz de resolver sus conflictos sociales y esos vacíos son suplidos por la violencia política.

Bien decía el periodista Jorge Gómez Pinilla que, con todo esto que ha estado pasando, una negociación de paz debió haber incluido a Álvaro Uribe, "el principal generador de odio, tensión y conflicto social". Comparto el ánimo de que la negociación debe ser más incluyente, lograr un equilibrio con el uribismo, pero también con otros sectores sociales que han sido tradicionalmente excluidos por el Estado colombiano. Si no se hace un alto en el camino, si la polarización continúa creciendo, la lucha de las facciones por el poder y no por el bienestar general seguirá azuzando los conflictos y estaremos viviendo, cuando menos nos demos cuenta, una nueva espiral de violencia que desnudará ante los ojos del mundo nuestro real talante autoritario.

El tildar a otro de "castrochavista" o "facho" solo trivializa el debate político y elimina la profundidad de matices que existen tanto en la izquierda como en la derecha. Pero ello es así por nuestra cultura política, por la debilidad del Estado colombiano, nuestra incapacidad de construir una nación —o reconocer que existen varias— y porque las causas de los conflictos sociales siguen sin resolverse.

Que las elecciones sean la "guerra" por otros medios y no al revés, pues no se trata tampoco de negar que existen profundos conflictos sociales. Ellos siguen ahí y la política debe gestionarlos. Pero la lucha política, que ha de darse, no nos puede conducir a otra espiral de violencia. Estado y sociedad debemos ser conscientes de ello. Hay que sentarnos todos en una misma mesa y, siendo diferentes, construir un consenso mínimo. O al menos intentarlo. No es necesario reconciliarnos, pero al menos podríamos construir un respeto democrático mínimo.

Todavía estamos a tiempo de prevenir una nueva catástrofe.

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