El sorprendente comienzo de Alejandro Ordoñez como panadero

El sorprendente comienzo de Alejandro Ordoñez como panadero

Galletas Aurora, el negocio familiar en Bucaramanga fue la escuela donde, bajo el látigo de su papá, aprendió todo lo que lo tiene ahora en la carrera presidencial

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marzo 04, 2018
El sorprendente comienzo de Alejandro Ordoñez como panadero

El primer trabajo que tuvo Alejandro Ordoñez fue el de cazar ratones. En vacaciones su papá, Miguel, arqueólogo, astrónomo e inventor santandereano, lo levantaba a él y a sus cinco hermanos a las cuatro de la mañana a trabajar en Aurora, la fábrica de galletas que fundó en 1937 luego de trabajar durante tres años en Weiler, la fábrica de galletas londinenses donde aprendió todos los secretos. El joven Alejandro llevaba sobre su espalda un costal donde uno a uno iba echando los ratones muertos. Su ingrata labor garantizaba la pulcritud de la fábrica. Su papá, en recompensa, le metía a su alcancía un par de monedas de peso los fines de semana.

Alejandro nunca gastó lo que ganó en alcohol o en muchachas. Don Miguel regía con puño de hierro su casa. A las nueve de la noche, sagradamente, pasaba el cerrojo de la puerta principal. La única vez que llegó tarde tenía catorce años. Tocó la puerta hasta cansarse. Una hora después entendió que había caído sobre él la ira paterna así que, resignado, camino hasta una banca del parque Gabriel Turbay, contiguo a la casa y ahí pasó la noche.

De su papá, más que historia o geografía, aprendió fue cual era el término exacto de las galletas. Sólo era tocarlas, después de que salieran del horno de doce metros de ancho que había traído de Alemania a comienzos de la década del sesenta junto con otra maquinaria que le costó $10 mil pesos, para saber si las colaciones estaban en su punto. La fábrica estaba separada de la casa solo por una puerta, así que los cinco hermanos se acostumbraron a vivir entre el olor de la vainilla, fresa y chocolate. Furtivamente Alejandro cruzaba la puerta, se internaba en la inmensa casona y sacaba del horno colaciones recién hechas. Era un enfermo por el dulce, obsesión que le derivaría en la diabetes que hoy padece.

Las faltas de disciplina se pagaban caro en la casa de los Ordoñez, un lugar en donde nunca hubo una fiesta o un baile o se jugaron naipes o algún tipo de juego de azar. Un lugar en donde reinaba un silencio monacal y las buenas costumbres. El que era descubierto comiendo galletas o con un leve tufo de alcohol lo obligaban a pasar toda una noche en un mesón dentro de la fábrica. El lugar, una casona antigua y oscura donde aún funciona la fábrica en la Calle 34 NO 17-50, estaba infestado de historias de fantasmas. Los hermanos Ordoñez que padecieron el castigo afirman haber visto, en los resquicios de la madrugada, la figura de una viejita en camisón largo con una joroba partiéndole la espalda. Era aterrador. Otro de los castigos era privarles del paseo que todos los domingos hacían, después de misa, a la hacienda La Cruz en plena Mesa de los Santos. Allí, mientras sus hermanos se bañaban en la piscina y jugaban con submarinos de madera, Alejandro se sentaba junto a su papá, a la sombra de un kiosko, a leer sobre Egipto, Babilonia y un tema que le daría notoriedad a Miguel: la isla de Pascua. En 1984, ya a los setenta años, presentó, en un congreso internacional, la traducción al español de las primeras tablas Rongo-Rongo que escribieron los creadores de los enigmáticos Rapa-Nui. Se publicó un libro Una teoría interpretativa de la Escritura Pascuense y su descubrimiento fue acogido por el Museo Británico de Londres, el Bishop Musseum de Honolulú y el Museo del Hombre en París en donde Don Miguel fue miembro titular.

Pero su pasión, qué duda cabe, fueron los galletas. Lo que más le costó al principio fue la adaptación de la materia prima. Don Miguel se había acostumbrado a hacer la mezcla de las galletas con azúcar de remolacha como hacía en Europa. En Santander sólo había una opción, el azúcar de caña. Así que tenían que importar los ingredientes hasta que en los años 50, con la última modernización que tuvieron las máquinas, pudieron procesar mejor el producto y consiguieron el sabor que aún caracterizan a las galletas Aurora que se venden sólo en Santander y cuya fama llegó a Cúcuta.

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Aurora es una de las pocas empresas familiares que se han resistido a desaparecer. Al frente de ella está José Luis Ordoñez, ingeniero civil y hermano mayor del ex procurador quien le ha trasladado la pasión de hacer galletas a sus hijos Luis Felipe y María José para asegurar que el legado perdure. Ahora tienen tres locales propios en Bucaramanga y siguen vendiendo como hace 70 años.

El secreto de las galletas Aurora solo lo saben los que llevan el apellido Ordoñez. Alejandro cree haberlo olvidado. A los 12 años ya se desconectó por completo de la fábrica en donde trabajó en el laboratorio, en la laminadora y se dedicó a los gatos, dormía con cinco y a los libros aunque nunca fue el mejor alumno del San Pedro Claver, el colegio jesuita donde se graduaría de bachiller. En la Universidad Alejandro Ordoñez se revelaría no sólo como un buen estudiante sino como un líder. A los 25 años se graduaría con su tesis Presupuestos Fundamentales del Estado Católico  en donde se va lanza en ristre contra el liberalismo por alejar al estado del propósito de la veneración de Dios y hasta se atreve a echarle la culpa a los judíos de la muerte de Jesús. Alejandro Ordoñez empezaba su camino político

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