Produce más miedo la ignorancia en las masas que la real posibilidad de que esas masas despierten y se pellizquen del infinito letargo de una condena por más de cien años de soledad. Sumado a ello, también abruma a veces contemplar a tantos jóvenes sin chance laboral y sin esperanzas de dignificar su existencia terrenal en esta sociedad de felices excluidos, que defienden a sus verdugos hasta hacerse matar en las redes sociales (y en las calles) por una u otra opción con nuevos ropajes de promesas y viejas mañas de bruja malvada en el bosque encantado de la política extraviada.
Una cosa es que esta democracia le dé la oportunidad a tanto cuatrero soslayado en los páramos de la honradez y se ponga de ruana (para el frío) a todo el mundo; y otra cosa es que tengamos la valentía de desenmascararlos desde la decencia que impone el ejercicio de la ciudadanía en medio de la zona más transparente del planeta.
¿Qué sabemos nosotros de decencia, honradez y transparencia?
Términos reducidos, deterministas y desgastados –no por nosotros- sino por quienes se han arrogado el derecho sagrado a imponer sus caprichos de élites mezquinas y montaraces, sin que haya poca resistencia y memoria.
Lo bueno de esta democracia de ruanas, abarcas y Hugo Boss, es que le permite a cada ciudadano convencerse que la carne descompuesta, por la excesiva exposición al ambiente, no tiene control sanitario del Invima electoral y que los consumidores –de cualquier pelambre- tienen el coraje de atragantarse, indigestarse y defecar cuantas veces lo crean necesario.
Así que no nos hagamos tantas ilusiones con el cambio ni con la quietud. En las democracias tropicales fumigadas con Monsanto eso no funciona.
Los primeros –los del cambio- terminan cooptados por el establecimiento después de un largo rato de desgaste (hasta las Farc como partido político lo reconocen) o acaban llevando a la ruina social y económica a la mayoría, cuando son obstinados y perseverantes.
Los segundos –los conservadores y de derecha- endiosan al mercado y satanizan los derechos humanos y la protesta social, de una partida de desadaptados y de indios malagradecidos, que no reconocen la virilidad del establecimiento que fecunda progreso (para ellos).
¿Entonces estamos condenados a la flama inexorable del castigo divino?
Pues sí.
Las democracias tropicales no se rigen por profecías ni por claves en sánscrito que haya que descifrar después de cada encuesta manipuladora e ilusionante. La triste realidad supera a la sutil expectativa del cambio, o de lo que de ello deducimos, los que aparentemente tenemos menos de dos dedos de frente.
La triste realidad supera a la sutil expectativa del cambio
o de lo que de ello deducimos,
los que aparentemente tenemos menos de dos dedos de frente.
Que de vez en cuando algo surge en medio de la quietud y amenaza con arrasar todo lo existente. Es cierto. De la nada y del vacío surge el caos o el movimiento. Y esa es la verdadera posibilidad que la democracia tropical nuestra nos brinda. Ante la crisis de las élites y la incapacidad para superar las propuestas de cambio, hay un chance inusual que ocurre después de ciertos ciclos lunares de otras galaxias y que debemos aprovechar con orden, estructura política y movilización popular.
Medio país está petrificado por el miedo y el otro, petrificado por la pasión.
¿Seremos capaces de volver opción real a la pasión y convencer a los primeros que los tiempos están cambiando?
Democracia tropical que mala eres…
Coda: Horacio a Marcelo (o al revés, en el Hamlet de Shakespeare) nos recuerda a cada rato que “¡Huele a podrido en el reino de Dinamarca! (¿o es en Cundinamarca?)…