Eran 150 hinchas y arrancaron de Cali el 5 de febrero para asistir a lo que muchos de ellos, por los jóvenes que son, nunca habían visto: América recorriendo imperial las canchas del continente. Los tres buses eran particulares. Ninguna empresa de transporte se arriesgaría a llevarlos. El estigma que cargaban por ser El Barón Rojo, la barra insignia del América, les pesaba como una cruz. Tres días después llegaron a Lima. La amistad que tenían con los hinchas del Universitario, el club más popular del Perú, les sirvió para dormir sobre colchones al menos una noche en la travesía.
Los problemas aparecieron en Bolivia. Primero fue la noche que llegaron a La Paz en donde pensaban descansar una noche. Allí los interceptó un grupo de asalto con fusiles, granadas y capuchas. Los llevaron a una comisaría y les gritaban que pertenecían a algún cartel de la droga colombiano. Estuvieron dos horas. Los muchachos estaban advertidos, sabían que, a la menor respuesta serían encarcelados durante semanas. La táctica funcionó y los dejaron libres. Esa madrugada del sábado 10 de febrero se dejaron mecer por los surcos de la Cordillera de los Andes y se deslumbraron por el Salar de Uyuni y las lagunas del altiplano que veían incrédulos desde su ventana. En los buses llevaron los instrumentos musicales de la orquesta y los trapos de la hinchada que esperaba, con la moral en alto, que la banda de Polilla Da Silva aplastara en su patio a Defensa y Justicia en el partido de ida de la primera ronda de la Copa Sudamericana y, que además, los pocos pesos que pudieron recoger les aguantara hasta el regreso a Cali una semana después.
Ellos fueron afortunados. Desde principios de enero empezaron la travesía los hinchas más pobres, los que arrancaron a caminar hasta Argentina para ver a la Mechita jugar su primer partido internacional en 10 años.
Llegaron a Villazón, la última ciudad de Bolivia, pero los permisos que debía tener el bus no les permitían cruzar a Argentina. Debían bajarse, cruzar la aduana y llegar a La Quiaca, la primera ciudad argentina, a pie. De allí debían conseguir un bus que los llevara a Buenos Aires. Los pocos que tenían aún dinero tomaron un bus hasta la capital argentina que costaba, desde ese punto, unos doscientos mil pesos colombianos. La ilusión no sólo era ver al equipo jugar sino llegar a la cita que tenían el 12 de febrero, con otros doscientos hinchas rojos, para celebrar los 91 años de la Mechita en pleno Obelisco, el corazón de la capital argentina. Los otros, los que no tenían nada, se rebuscaron la manera de llegar vendiendo caramelos de café que habían traído en bolsas desde Cali o limpiando vidrios en la Quiaca. De los 1500 que arrancaron la travesía en Cali, solo llegaron 800 a Buenos Aires, rotos, sin sueño, hambrientos, con los pies llagados.
Incansables llenaron una de las tribunas del estadio Norberto Tomaghello hasta el punto de que eran mayoría. El aliento alcanzó para que, con gol de Martínez Borja, el América lograra su primer triunfo en Argentina en sus 91 años. Ese día, los 80 hinchas no tenía un solo peso ni un lugar donde resguardarse del calor asfixiante que por estos días hace en Buenos Aires. Pasaron hambre, sed, durmieron en cualquier parte y algunos, incluso, asustaron a los porteños pidiendo, con esos acentos que sólo ellos han escuchado en las narco series, por un pedazo de pan y un vaso de agua.
Una semana después del Calvario, el 19 de febrero, el personero de Cali, Héctor Hugo Montoya, logró conectarse con las autoridades argentinas para que habilitaran dos buses que los lleve hasta la frontera con Bolivia. Allí los esperan los tres buses de vuelta y los amigos que se quedaron con la frustración de no ver a su equipo ganando el primer partido en Argentina