Como todos saben, Claudia Morales no solo afirmó que fue violada por uno de sus jefes, en su columna de opinión de El Espectador con fecha 19 de enero, sino que además desató con esa revelación un escándalo de padre y señor nuestro que traspasó en pocos días las fronteras colombianas y hasta las barreras del idioma español: el tema le ha dado la vuelta al mundo mojando prensa en inglés, en francés, en portugués. No dio el nombre de su victimario. Dijo que no lo haría jamás por temor, y porque sería su palabra contra la de “Él”, un personaje muy poderoso a quien nada lo toca; y porque, además, no confía en la justicia colombiana para resolver casos de violencia de género, especialmente luego de tantos años después de lo ocurrido, y sin pruebas o evidencias físicas que comprometan al culpable, pues solo cuenta con su testimonio y con su dolor.
A la vez, Morales pidió que le respetaran a ella, y a todas las víctimas que preferían enmudecer e inclusive continuar junto a sus agresores (como Marcela González, la compañera sentimental de Gustavo Rugeles), el derecho a guardar mutismo total y llevarse los secretos de las agresiones sufridas a la tumba. El fin de la columna, según lo ha repetido la periodista hasta el cansancio en sucesivas entrevistas, no era otro que llamar la atención sobre esa tendencia perversa del colombiano a atacar y revictimizar a las mujeres que han sufrido abusos, y de criticar con saña sus decisiones. Malo si hablan, malo si callan. Malo si dan nombres, malo si no los dan. Malo si se esconden, malo si dan la cara y enfrentan. Claudia no logró ese objetivo: la atacaron con toda la artillería y su columna se convirtió, a pesar de su claro llamado al respeto, en una cacería de brujos.
A las pocas horas de publicado el texto, el debate alrededor del caso Morales estaba en las redes sociales, lugar en donde se concentran las nuevas audiencias, en un punto álgido de no retorno y con clara tendencia a acaparar cada vez más la atención de la opinión pública. Las pasiones y odios que caracterizan nuestro talante, la marcada polarización del país, la época preelectoral siempre tan llena de sospechas, y el hecho de que los sospechosos son todos hombres muy conocidos e influyentes, fueron los elementos que atizaron la llama y avivaron la furia. En miles de internautas se desató una imperiosa necesidad de descubrir la identidad de “Él” violador. Gustavo Gómez, director del programa radial La Luciérnaga, le pidió respeto al primer tuitero que se atrevió a publicar la lista de jefes, en la cual él estaba incluido junto con otros reconocidos personajes: Juan Carlos Pastrana, Julio Sánchez Cristo, Álvaro Uribe Vélez, Yamid Amat y Hernán Peláez. Una lista que fácilmente obtuvo el “cabalista” acudiendo a Google, y que se regó como maleza.
Era previsible el interés que despertaría la declaración de Morales, porque la baraja de sus posibles atacantes no incluía a ningún perico de los palotes. Allí, en esa lista cortísima donde sí o sí estaría el violador, según las propias pistas entregadas por la víctima, las opciones eran dos y nada más que dos: o la violó un director de un medio de comunicación, o lo hizo un expresidente de la República en uno de sus dos gobiernos. ¿Entendemos la gravedad del asunto, lo que implica para el país y para todos los colombianos que el violador suelto sea un político que hace parte del poder ejecutivo o un periodista que hace parte del cuarto poder?
Cómo ignorar el morbo que semejante chaparrón despertó. Cómo negar las ganas que se les notaron a tantos oportunistas de politizar los hechos en beneficio propio o de su partido. Cómo desconocer que la víctima pasó a un segundo plano y que la jauría se concentró en salvar o en crucificar al presunto violador, llevándose por delante hasta la dignidad y el buen nombre de la periodista. Cómo no temerle a quienes se dedicaron a amedrentarla utilizando perfiles falsos y cuentas donde no existe un nombre ni una cara. Imposible hacerlo, todo eso pasó y sigue pasando. Basta con darnos una vuelta por Twitter o por Facebook y leer las miles de publicaciones sobre el tema para entender la dimensión del circo, y para palpar, así sea de lejos y detrás de la segura pantalla de un computador o de un celular, el tamaño del miedo que debe estar sintiendo en este momento Claudia Morales, a quien un montón de personas no se cansa de señalar como la oportunista, la mentirosa, la estratega que está detrás de una sucia jugada maestra.
Grandes dudas quedan en el tintero al observar el fenómeno, ese que se desató cuando ella decidió hablar a medias, diciendo el milagro pero no el santo, y que dividió al país entre quienes creemos que efectivamente alguien sí la violó, y quienes dudan de la veracidad de los hechos por ella relatados. ¿Acaso lo que tenía que hacer Morales para que esto no pasara era defender su silencio callando por completo, no escribiendo jamás algo tan público como una columna de opinión en un periódico de divulgación masiva? Y si definitivamente sentía que debía escribir sobre su caso para solidarizarse con otra víctima, ¿era mejor hacerlo acusando a un violador genérico imposible de rastrear, sin dar pistas ni exculpar a nadie en sucesivas declaraciones? ¿Algo así como: “me violaron y decidí callar”? ¿Y ya? ¿Sin línea de tiempo, sin cabos fáciles de atar por aquí y por allá, sin decir que fue un jefe poderosísimo de quien dependía el trabajo de su padre, o que todo ello pasó en un hotel y antes de la creación de las redes sociales?
¿Si la justicia es inoperante, si los poderosos son intocables, si a las mujeres nadie nos cree cuando denunciamos que nos violaron o que nos tocaron o que nos acosaron, si todo lo que nos pasa nos pasa por algo, porque algo hicimos mal o porque algo dejamos de hacer, si no contamos con la solidaridad ni de nuestro propio género cuando asuntos tan delicados se ponen sobre el tapete, la solución es buscar un psiquiatra o un psicólogo o un cura que nos ayude a lidiar con el trauma para llevarlo con dignidad y poder guardar silencio sin que la desesperación y la impotencia nos lleve a meternos un tiro? ¿Seguir callando para que nada cambie y los intocables continúen ufanándose de la calidad de su teflón de olla que no se ralla? ¿Si una mujer con voz, una líder de opinión como Claudia Morales, se siente así tan sola, tan impotente, tan incapaz de generar un cambio, qué queda de las no tienen voz: de la señora de los tintos, de la ama de casa, de la maestra, de la estudiante universitaria, de la pasante? ¿Si a ella, que cuenta con toda la credibilidad que se ha ganado a pulso luego de años de una carrera brillante e intachable, se la han comido viva, qué no le harán a las víctimas invisibles? ¿Ese mensaje, el del respetable silencio con su consecuente impunidad, el del miedo que nos lleva a mejor callar y que la procesión vaya por dentro, es el que debemos interiorizar de todo este caso en el que quedó al descubierto lo peor de nuestra sociedad?
A todo lo anterior mi respuesta es un rotundo ME NIEGO. Y no por llevarle la contraria al deseo manifiesto de Claudia, sino porque lo que oí al leer su columna fue un grito de auxilio. Una llamada a la acción. Por eso, ese 19 de enero, luego de horas en las redes sociales tratando de entender lo que estaba pasando, y de leer toda clase de versiones y teorías sobre los hechos, me detuve, como la gran mayoría de quienes nos interesamos en la denuncia de Morales, en esa lista. Los tuits eran incontables. Algunos señalaban a Amat, otros a Sánchez Cristo, otros a Uribe Vélez, otros a Gustavo Gómez. Aparecieron de la nada columnas viejas de la víctima, entrevistas en las cuales hablaba con cariño de varios de sus exjefes, tuits en donde dejaba claro que de ese en particular solo tenía buenos recuerdos o que a aquellos otros los consideraba sus maestros. La madeja desenredándose ante los ojos del país, en vivo y en directo, ahí, en las redes, que es el lugar natural de la opinión pública en estos tiempos.
Hice lo mismo que vi que otros estaban haciendo para sacar mis propias conclusiones, para no tragar entero, para no salir en falso a decir barrabasadas sin sustento. Seguí las migajas y pistas que a manera de hilo conductor fue dejando Claudia durante meses y años en textos y entrevistas pasadas y recientes, indicios todos que, a mi juicio y en el de muchos periodistas y personas del común con quienes he conversado sobre el tema en privado, así como en múltiples interacciones públicas en diversos muros de Facebook y cadenas de Twitter, concluyen lo que ya todos han oído: que es posible que el sujeto que violó a Claudia Morales sea nada más y nada menos que el poderosísimo Álvaro Uribe Vélez, el único de todos los sospechosos que podía perjudicar la carrera del padre de Claudia, un militar de Las Fuerzas Armadas, y del único que ella ha dicho públicamente en varias ocasiones que le tiene pavor (hay al menos un tuit del año 2015 y una columna de opinión del año 2017 que dan fe de ese temor).
A los miles de comentarios en los cuales se repetía una y otra vez el nombre del expresidente Uribe, se les fueron sumando columnas de opinión publicadas en los diarios de mayor relevancia del país donde los comentaristas concluían, así fuese entre líneas (como quien espera que todos sean buenos entendedores y necesiten menos palabras) que el ahora senador es “Él”. La primera fue Paola Ochoa, quien en una de sus columnas de El Tiempo le preguntó muy preocupada a la sociedad civil: “…y ahora que todos sabemos quién fue, ¿qué diablos vamos a hacer?”. Para ese momento la pesquisa pública se había convertido un runrún ruidosísimo en las redes sociales y en los taxis y en los pasillos de las empresas y en las aulas de las universidades y en los bordillos de las aceras; miles de voces anónimas afirmaban que el expresidente Uribe había sido señalado por Claudia Morales, aunque de manera indirecta, como su violador.
Así fue como una denuncia para defender el derecho al silencio, en la cual la víctima se desnudó ante el país para exponer un crimen tan atroz y traumático como lo es una violación, terminó convertida en un show de quinta al mejor estilo de Laura en América, lleno de ataques, reproches y todo tipo de señalamientos y mechoneadas virtuales. ¿La razón? Que Uribe Vélez sea justamente quien esté en el ojo del huracán, y que por ende un nuevo round espantoso y bajo, como suelen ser todos los enfrentamiento en internet, se haya desatado en medio de la vieja guerra casada entre uribistas y antiuribistas, la cual llegó a sus peores momentos a raíz del acuerdo de paz con las Farc y el posterior plebiscito que buscaba legitimarlo.
Es injusto que estemos condenados al juego bobo de dónde está la bolita, el mismo que nos tiene ahora leyendo textos en donde todos parecen saber quién fue pero nadie se atreve a soltar el nombre. Unas opiniones más prudentes que otras, pero casi todas con un denominador común: la preocupación por lo que pasará con nosotros si esto se queda así, con este tufillo hediondo, con este sinsabor.
Porque si nada pasa, si Claudia Morales mantiene su postura y nunca aclara expresamente que Uribe no es el culpable (ya saben, el silencio otorga y a todos los demás posibles culpables ya los desmarcó de una manera o de otra), ¿nos quedaremos para siempre con la duda? ¿No exigiremos que la justicia intervenga hasta las últimas consecuencias? ¿Con qué cara vamos a vernos los unos a los otros si no podemos unirnos como sociedad, sin importar género o ideología política, para que esta vez, por lo menos esta vez, se esclarezca uno de los múltiples delitos con los que ha estado vinculado este personaje, sin que hasta el momento los procesos hayan avanzado ni un milímetro, multiplicando entre sus seguidores la idea de que es un mesías, un santo a quien es necesario rezarle y prenderle velones?
Es grave para una nación, para su pueblo, para esta sociedad a medio tejer, que quede en el aire cualquiera de las dos versiones: ya sea la de los defensores de Uribe, que están convencidos de que alguien, en este caso una mujer periodista, quiere hacerle creer a los ciudadanos, con una macabra jugada política, que Uribe es un violador; o la de los que creen que a Claudia Morales sí la violó un exjefe y que ese exjefe es un expresidente de Colombia. Cualquiera de esos dos escenarios es nefasto para el momento histórico de transición que estamos viviendo. Y por eso el drama traspasó las paredes de la casa de Claudia Morales y ahora nos compete a todos, es algo público que nos debe importar y que no puede olvidarse al tercer día como se olvida o se traspapela cualquier chisme de pasillo. Y por eso Patricia Lara, en su última columna de El Espectador, y de una manera muy respetuosa, explica por qué esto no puede quedarse así, ahí, tapado como a muchos les conviene.
¿Y la reacción de Álvaro Uribe?: la de siempre. Bailar el indio primero haciéndose el desentendido para luego, cuando ya empezó a crecer la bola de nieve hasta con Jon Lee Anderson (The New Yorker) pronunciándose sobre el tema, salir en un tuit con los taches arriba en el cual, lejos de desmarcarse, se autoincriminó, como también lo afirma en su más reciente columna el abogado Ramiro Bejarano. Una defensa ataque. No repudió el hecho, no se solidarizó con la víctima, no la llamó por su nombre (como sí hicieron todos los demás jefes salpicados). La bautizó despectivamente como “la señora”. Y luego ofreció pruebas que nadie le ha pedido, tan solo para “demostrar” que el actual marido de la víctima hacía parte de su esquema de seguridad y que por ende era imposible que él violara a Claudia Morales sin que su consorte se percatara de ello. Obviamente eso no demuestra nada, pero ya sabemos cómo son las salidas de Uribe y sus defensas retorcidas.
¿Que si tengo miedo por hablar así, por nombrarlo con sus ocho vocales y sus ocho consonantes? Claro que lo tengo. No hay nada más humano que el miedo. Tengo miedo porque todos sabemos lo que implica estar en la mira de la extrema derecha. Tengo miedo porque no soy poderosa, no tengo riquezas, no tengo contactos que me respalden o me protejan, y porque tengo dos hijos a quienes deseo ver crecer y realizarse como personas y profesionales. Tengo miedo porque ya uno de los Uribe me nombró en una carta política disfrazada de inocencia y candidez, incluyéndome en una lista de difamadoras en la que estamos solo dos mujeres, Paola Ochoa y yo, para lanzarnos a las fauces de matoneadores que no nos bajan de putas, vendidas, delincuentes, brutas, engendros de la peor calaña, periodistas a sueldo de quién sabe quién.
Tengo miedo, pero no importa. Porque el miedo es poderoso y porque mi mensaje para todas las mujeres que están leyendo esto es que no puede paralizarnos, no puede maniatarnos, no puede vencernos, no puede enterrar nuestras convicciones. El poder lo tenemos nosotras, las que no tenemos cargos importantes ni dormimos en camas de plumas; nosotras, las que deseamos un mejor país para nuestros hijos; nosotras, a las que nadie quiere escuchar. Es nuestro momento de pronunciarnos para evitar más violaciones, para evitar más acosos, para sentar precedentes, para que nuestras hijas, sobrinas, nietas, puedan salir a trabajar y a estudiar en ambientes libres de abuso en donde ningún jefe se sienta con derecho a vulnerarlas. Si aceptamos que este poderoso se salga con la suya y quede en el anonimato, le estaremos diciendo a millones de víctimas que no hay nada que hacer, que nos van a seguir violando impunemente pues a nosotras nadie nos cree, mientras que el sistema protege a quienes nos hacen tanto daño. ¿Qué necesitamos para que nos atrevamos a hablar? ¿Acaso que alguien más poderoso o poderosa lo haga antes, que alguien con un puesto más importante o con mayor notoriedad exija justicia?
Si nos quedamos esperando a que las poquísimas que sí tienen voz y columnas de opinión en grandes medios o una silla en un programa radial de renombre, hablen, alcen sus voces, perderemos la oportunidad de cambiar este país que sigue arrodillado ante el poderoso que nos puede violar alzando el dedo índice, poniéndolo en su boca y ordenándonos no gritar. Está bien que salgan las “divas” a empujar, como lo solicitó explícitamente Paola Ochoa en su columna, a presionar; está bien que se sumen las famosas y le den visibilidad a esta lucha que nada tiene que ver con odios ni con partidos políticos como tantos malintencionados quieren hacer creer; pero ellas, que ya fueron convocadas, no podrán solas, nos necesitan a las demás. Recordemos que son las gotas las que le dan vida al aguacero.
Mientras tanto, el “mee too” colombiano continúa silente y asustadizo, escondido bajo las piedras, como si aquí ninguna mujer fuese víctima de violencia de género, como si los abusos que suceden a diario fueran unos cuantos casos aislados y no actos generalizados y normalizados por una sociedad que no quiere ver ni escuchar, como si eso solo pasara allá, lejos, en donde un médico poderoso, una eminencia, fue condenado hace pocos días a 175 años por abusar, en las narices de todos, de ciento cincuenta niñas gimnastas sin que nadie se percatara ni las oyera cuando las primeras empezaron a hablar. Las convoco a ustedes, a las mujeres de a pie, que son la mayoría, a que no renuncien a su derecho a decir ¡NO MÁS! Sea Uribe el culpable o sea el que sea, por nuestras niñas y por nosotras mismas, esto no puede esconderse en el baúl de lo indecible, y no podemos quedarnos sentadas en el sofá de nuestras salas esperando a que la marea baje y no nos lleve.
¿Saben qué tienen en común las revoluciones, los grandes cambios, los revolcones más inspiradores de la humanidad?
Que se iniciaron con miedo.