Jineth Bedoy llegó como periodista de El Tiempo a la cárcel Modelo de Bogota a realizar una entrevista. A la entrada la esperaban tres hombres. La retuvieron y se la llevaron en una camioneta a un paraje desconocido. Fueron 16 horas en las que la insultaron, la torturaron y la violaron. Guardó silencio nueve años. Pero la campaña No es hora de callar, una iniciativa de Oxfam internacional, la animó a contar su historia. Su voz retumbó como la de la primera mujer colombiana que se atrevía a hablar públicamente del horror de una violación.
Desde entonces asumió una cruzada contra la violencia contra la mujer que ha trascendido barreras hasta recibir en el 2012 el gobierno Obama, el Premio a las mujeres de coraje.
En un esfuerzo penoso que la llevó a sumergirse en su dolor, a recordar, Jineth Bedoya escribió de primera mano, para la revista Soho, este conmovedor relato.
Míreme bien la cara hp; míremela porque no se le va a olvidar nunca*
En medio de esa búsqueda me encontraba con dramas terribles de mujeres desplazadas, compañeras sentimentales de paramilitares y guerrilleros, o simples visitantes del penal que eran abusadas sexualmente. El tema, para mí, era simplemente un delito más que se cometía dentro del conflicto armado o producto de la descomposición del país y tengo que confesar que ni siquiera me detenía a examinarlo, porque a pesar de que lo registraba superficialmente en los artículos, estaba muy lejano de mi cotidianidad.
Pero mis ‘hazañas’ periodísticas me cobraron el haber tocado a quien no debía. Esa mañana de mayo llegué a la puerta de la cárcel La Modelo de Bogotá en busca de una entrevista con un paramilitar y terminé drogada, amordazada y en la parte trasera de una camioneta rumbo al infierno.
Al principio no entendía nada de lo que ocurría. Pensaba que por orden de Carlos Castaño, jefe de las Auc, me iban a preguntar por qué estaba publicando tantas notas en su contra, o por qué había dejado al descubierto la red de tráfico de armas que tenían en complicidad con algunas personas de la Policía dentro del penal.
Especulaba, en un torbellino de pensamientos e ideas sobre lo que ocurría, mientras me ahogaba en mi propio vómito: estaba mareada y cuando supliqué que me dejaran vomitar, me pusieron una cinta adhesiva en la boca. Luego, cuando intenté quitarme la venda que tenía en los ojos, la respuesta fue una patada en la cara.
Hasta ese momento creí que se trataba solo de una golpiza como advertencia y que pronto se acabaría y podría respirar. Pero la camioneta se detuvo en un campo abierto donde había muchos hombres, pasaron algunos minutos y de nuevo el sujeto que me había apuntado con una pistola en la puerta de la cárcel, el que me había dado un punta pie en el rostro y me había arrancado mechones de cabello mientras me zarandeaba la cabeza, había vuelto. Por enésima vez puso su pistola sobre mi sien, la cargó y luego de golpearme me obligó a abrir los ojos lo más grande que pudiera: “míreme bien la cara hijueputa; míremela porque no se le va a olvidar nunca”. Esa fue su sentencia y luego vino la ejecución.
Sentí un frío helado por todo el cuerpo y el miedo se me sembró en el pecho. Intenté de todas las maneras posibles evitar que me quitara el pantalón y la ropa interior. Traté de reunir todas las fuerzas posibles para que no me tocara ni se acercara a mi cuerpo, pero sus otros compinches llegaron para acabarme de hundir en la humillación. Tenía apenas 26 años y la vida deshecha por tres mal nacidos.
Casi me parten el brazo izquierdo y me dejaron un colorido tono morado desde la punta de los dedos hasta la clavícula. Algunas horas después de la tortura, los golpes y el ultraje me dejaron abandonada en una carretera, en la vía a Puerto López (Meta); solo tenía ganas de morirme. Después de recibir el auxilio de un taxista y ser trasladada a una clínica volví a la realidad, a la desgraciada realidad que me esperaba y mientras me practicaban el examen de Medicina Legal, que viene siendo una segunda violación (en este caso una cuarta), me cuestionaba si la culpa había sido mía. Desafortunadamente así pensamos en un primer momento las mujeres violadas. ¿Me puse la blusa que no era? ¿Fue por la falda? ¿Mi ropa dejaba ver más de lo debido? Me tomó muchos meses saber que no era ninguna de esas preguntas. Me tomó mucho tiempo para dejar de sentirme sucia y muchos años para permitir que un hombre me volviera a tocar. Una violación no es un puño o un golpe, es un delito que nos destroza la vida.
El domingo pasado me prometí que este 25 de mayo (2014) trataría de alguna manera de cerrar ese ciclo del que hablan los psicólogos. Son muchos vacíos y muchas lágrimas que necesito amarrar para tener la fuerza de ayudar a otras mujeres.
Reescribir la propia historia, cuando ésta es tan dolorosa, es a veces como un suicidio. Los psicólogos sustentan que es un proceso de duelo y que sirve para cerrar los capítulos nefastos. A las víctimas nos lo repiten una y otra vez, y creo que serviría y sería útil para seguir adelante, si dicho proceso estuviera acompañado de justicia.
Mis últimos once años han sido mezcla de obstinación, dolor, rabia, amor infinito por mi trabajo y desesperanza. Paciencia para ver cómo mi caso se ha quedado enredado en las telarañas del olvido y voluntad para levantarme todos los días con el ánimo de no desfallecer y seguir trabajando, de seguir viviendo. Ese día perdí, quizá, la libertad más preciada: la de soñar”.
Publicado en la Revista Soho, año 2012