Fue durante buena parte de la tarde del pasado 16 de diciembre de 2013 cuando, caminando de arriba para abajo, de aquí para allá y de allá para acá, medio centenar de niños y niñas y un par de adultos estuvieron anunciándole a los habitantes del barrio Manila que el esfuerzo de la creación colectiva había ocurrido: después de 15 años de fundado este barrio por fin tenían un pesebre. Y con alumbrado navideño.
No es un pesebre cualquiera: solo tiene dos Reyes Magos negros montados en camellos también negros y un par de palmeras dibujados en una pared, una Virgen María y un San José hechos con botellas plásticas y un niño Dios con un ojo azul y sin el otro acostado en una vieja caja de cartón. Pero si al primer momento se podía suponer que es el pesebre más pobre de Bogotá, inclusive más que el mismísimo pesebre de Belén, la verdad es que es el más rico porque es el resultado de un trabajo de 15 días continuos, de sol a luna, durante los cuales los habitantes de este barrio bogotano se dieron a su nunca penosa tarea de recolectar botellas plásticas de gaseosas, jugos, detergentes, lavarlas, cortarlas, darles formas de piernas, brazos, manos, dedos y ensamblarlas.
Contado así, parece un trabajo fácil. Pero no. Lo cierto es que se trata de una historia fascinante. Y si se quiere, de epopeya. Por eso hay que contarla desde el principio. El barrio Manila está encaramado en una de las lomas del cerro Guadalupe en su parte sur, arriba, muy arriba, del barrio San Cristóbal y a unos pocos kilómetros de la cabecera del río Fucha. Tiene seis cuadras de largo por tres de ancho, sus casas son de ladrillo y fueron construidas a “plazos”, pared por pared, desde hace década y media, cuando llegaron sus primero pobladores, la mayoría inquilinos del vecino barrio Gran Colombia.
Por esos años, en ese sector se enteraron que un señor Santander había loteado un potrero y estaba vendiendo pequeños terrenos a precios muy baratos. Entonces, como una peregrinación en busca de la tierra prometida, otras familias de diferentes lomas se sumaron para instalar sus hogares en ese lugar llamado Manila, del cual no saben por qué se llama así ni mucho menos qué significa la palabra. Algo que les pareció y les parece innecesario porque lo importante era tener “algo propio”. Y por eso tampoco les importó que los lotes estuvieran en un terreno con una inclinación de casi 45 grados. Circunstancia que solucionaron clavando pilotes de sostenimiento a mucha profundidad. Al fin y al cabo la mayoría de los hombres eran obreros de construcción.
Al igual que como lo hicieron con su Pesebre (con mayúscula), la construcción de las casas en muchas oportunidades fue un trabajo colectivo, de socialización de la mano de obra. En todo sentido porque inclusive en varias ocasiones las familias que iban terminando primero sus casas alojaban a las otras para que pudieran “cerrar tejado”. O se prestaban unos a otros palas, picos y palustres. De la misma manera como a mediados de este mes una pareja de esposos prestó una piyama de su bebé para arropar el muñeco que otra familia prestó para que “fuera el Niño Dios”.
Y fue así como un día equis apareció en el mapa bogotano el barrio Manila, de unas 140 casas pintadas de varios colores, unos 200 niños, una fama, cuatro cafeterías un restaurante y dos perros –Mona y su hija Canela-- que aparecieron sin que nadie supiera de dónde y ahora vigilan el barrio con celo de leones porque son mascotas de todos sus habitantes, que se llaman, los mayores, Pedro, Juan, Rigoberto, Gloria, Adelina, Consuelo, Roberto, Luisa y sus hijos Charly , Brayan, Jeydy, Anyi, Karen, Johana.
Manila comienza en la esquina de la calle 12B sur carrera 21 Este y se desliza seis cuadras abajo, de oriente a occidente, y también se descuelga de norte a sur. Es un rectángulo cuyos dos lados más largos recuerdan inmediatamente los toboganes más perpendiculares que uno haya conocido. Pero en su corta existencia solo ha habido un conato de derrumbe. Ocurrió hace diez años como consecuencia de un apocalíptico aguacero. Seis casas seguidas fueron intervenidas por su condición de alto riesgo y una mañana apareció en ese lugar un lote pelado de 72 metros cuadrados. Desde luego, allí no se puede levantar construcción alguna. Pero sí el Pesebre de esta historia, que por cierto es uno de los pesebres más altos (alrededor de tres mil metros sobre el nivel del mar) que tiene Bogotá.
Aunque el barrio Manila no es apto para quienes sufren de vértigo y tiene una sola calle pavimentada, es privilegiado por su ubicación: al frente tiene el que podía ser el paisaje más bellamente impresionante de los cerros orientales bogotanos. Parece un gigantesco tapete con todos los tonos posibles de los verdes profundos y cuando el solo ilumina a los cientos de eucaliptos y cipreses que los conforman, las copas se vuelven doradas. Por las tardes y las noches, el cielo va cambiando de azules mientras cientos de estrellas que no se ven en el resto de Bogotá hacen menos desagradable la oscuridad. Y por si fuera poco, el río Fucha, vecino del barrio Manila y todavía no contaminado, le pone música natural al sueño de sus moradores. Si Bogotá fuera al revés, acá vivirían sus millonarios más millonarios.
Pues bien, esos azules, esas estrellas y esos verdes lo calcaron los niños y adultos en el único ángulo de paredes que tiene el potrero. No hubo un solo hombre, mujer, niño o niña que dejara de escarbar en todos los rincones de sus casas para buscar viejos o recientes residuos de pinturas. Así aparecieron, como acto de magia, los tonos de azules y verdes que querían. Luego, con la dirección del “profe Giovanni”, un facilitador social del Instituto Distrital para la Niñez y la Adolescencia (Idipron) que trabaja con la comunidad de este barrio, se dieron a la tarea de pintar el mural que serviría como telón de fondo a María, José y el Niño Dios. Desde luego que la idea era copiar en lo posible el paisaje en donde nació Jesucristo. Por eso en el mural hay un desierto, una silueta del pueblo de Belén, decenas de estrellas, dos palmas cuyos troncos son los muros que quedaron de las casas que hubo allí. Y como el barniz negro fue muy poquito, solo alcanzó para dos Reyes Magos y sus Camellos, y las caras de algunos de los niños pintadas por los traviesos del grupo.
Es significativo señalar que fue un trabajo de y en equipo. “Por eso sobra dar nombres propios. Basta con decir el vecino o la vecina. Bueno, hay que tener en cuenta que esto es casi una perogrullada porque por ser tan pequeño el Manila, todos son vecinos de todos”, dice el “profe Giovanni”. Precisamente uno de estos vecinos, cortador profesional de césped con su propia guadaña, podó el pasto del potrero sin que nadie se le pidiera, otros y otras más lo limpiaron de algunos escombros y lavaron las dos paredes que enmarcan el lote y uno más agarró su compresor y su pistola para darle los toques finales al mural. Y por la noche, el dueño de una de las casa que da frente al potrero sacó una extensión, le colocó una bombilla en la punta y se “hizo la luz” para poder trabajar.
Mientras tanto, en la Casa Comunal se iban acumulando las botellas de plástico y tapas de envases y con la dirección y orientación del “Profe”, la aglomeración de niños voluntarios se dividió en tres grupos: el de los más pequeños para separar tapas y botellas; los de nueve y diez años, cortar con tijeras las botellas y los de diez hasta trece ensamblarlas. No fue una labor fácil, por eso requirió muchos días. Sobre todo el ensamble de María y José, que comenzaba con el ajuste de cuatro botellas grandes de gaseosa para hacer los brazos y las piernas y luego pegarles las manos y los dedos, hechos con botellas más pequeñas, en un verdadero sistema “óseo” enhebrado con fibras de costal, también reciclado. Seguidamente, armar los cuerpos por dentro con costales y restos de botellas. Por último, pintar las caras y pegarles las tapas como ojos.
Este trabajo colectivo dentro del Salón Comunal sirvió también como un intercambio de saberes. De esta manera los habitantes del Barrio Manila supieron de boca del “Profe” que hasta mediados del siglo pasado el hoy bello bosque de su vecindad y su propio barrio eran unos peladeros de espanto, porque sus árboles fueron talados para hacer las caballerizas, ventanas y puertas de las mansiones del barrio La Candelaria. Lo mismo que para sus camas, comedores y otros muebles. Y también para leña no solo de sus exquisitas comidas, sino para cocinar los ladrillos y tejas de las mismas casas. Se enteraron igualmente que fue reforestado con semillas traídas de Australia y Canadá. Y el maestro supo de bocas de sus pupilos que a una hora y pico en carro hay una roca en donde se le apareció una Virgen a un hombre que estaba a milímetros de caer por un abismo. Y que este 17 de marzo, cuando se hace la llamada peregrinación a la Virgen de la Roca, ellos irán a darles las gracias por el “milagro de su Pesebre”, como afirman todos en coro. Y también por el milagro del arbolito navideño. Porque el barrio Manila también tiene uno, donado por el “profe Henry”, otro facilitador social del Idipron, a quien no le hizo mella alguna regalar algo que lo acompañó gran parte de su vida.
Milagros porque casi todos los problemas han sido resueltos así, de milagro. El día que los niños iban llenar de paja la caja que serviría como cuna del Niño Dios, las espigas se mancharon con basuras. Decidieron reemplazarlas con pintura amarilla. Pero ésta se gastó toda en el desierto del mural. Entonces apareció el milagro: la pintaron de azul y ¡resuelto el problema! Milagro con el árbol navideño, porque cuando una vecina se dio cuenta que tenía pocos adornos, prestó las tarjetas navideñas que durante muchos años le han venido enviando familiares y amigos y que tenía guardadas como su más amado tesoro. Milagro como cuando una vecina, que mantiene ella sola a dos nietos huérfanos, vio que el “profe Giovanni y Claudina, la presidenta de la Junta de Acción Comunal y quien inició “El proyecto Pesebre”, estaban trabajando en el lote desde muy temprano y ya estaba a media tarde, sacó de dónde pudo una lata de sardinas, pasta, chorizos arroz, papas y les dio almuerzo por varios días. Pero más que estos ingredientes, lo importante fue hacerles su nutriente y fortificante agua de panela con maracuyá, en proporciones que mantiene en secreto.
Sin embargo el milagro mayor, o el principal esfuerzo colectivo fue el del alumbrado navideño. No les importa a estas 140 familias quién las prestó, pero allí están las doscientas bombillitas rosadas que enmarcan el Pesebre. A lo mejor a uno cualquiera de los cientos de miles de bogotanos y extranjeros que quedan perplejos con los 12 millones de bombillos que embellecen la ruta navideña capitalina le de por echar una mirada a lo alto de la ciudad y también quede perplejo con las doscientas bombillitas rosadas del Pesebre del barrio Manila.
Con toda razón, Claudina dice desde lo más profundo de su corazón: “Acá no hay nada feo ¡para nada!”.
El periodista René Pérez escribió este trabajo publicado el 26 de diciembre de 2013 en Las2Orillas, ganador de un premio de periodismo CPB