Relatos elementales del sur de Colombia

Relatos elementales del sur de Colombia

Por: Arturo Prado Lima
diciembre 27, 2013
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.

Tenía los ojos cenizos. Dentro de ellos aun alguien dormía, una gata montaraz, un príncipe azul, una mariposa de luz. Sentada bajo la copa de un laurel centenario, apoyaba su estatura en su fusil. Sus cuatro costados aludían a su gran feminidad de tierra pensativa.

Detrás de los ojos, que antes fueron raíces y memoria, bajaban sin cesar riachuelos alegres descolgados de las crestas del cielo. Se llamaba Manuela. Había nacido en Ipiales, por la época dorada de los contrabandistas, y a los 16 años se había incorporado al frente de guerra. Nadie supo a ciencia cierta los motivos de esa incorporación obsesionada y temprana. Aunque vivió en las periferias pobres de la ciudad, sus necesidades básicas las cubrían sus padres.

Era hija única y le habían prometido el cielo y la tierra, juntos. Un día desapareció. Sus padres la buscaron aquí y allá, dentro y fuera, en lugares pasados y futuros. Y la lloraron día tras noche hasta que encontraron las primeras pistas, y después también. Guiados por ciertas circunstancias epistolares, sus padres llegaron al campamento rebelde.

Para entonces Manuela había cumplido sus 18 años y había y salido airosa de combates a muerte con el enemigo, con la soledad y con el futuro de un amor de guerra. Papá y mamá se convirtieron en su sombra. Su madre, en principio, no quería ni siquiera mirar el fusil de Manuela. Con el tiempo, aprendió a desarmar y armar el arma de su guerrera, pero sin dejar de presionar por la vuelta a casa.

Su padre se acopló a traer la leña, el agua, incluso prestar guardia, y también mantenía la presión sobre Manuela para que abandone la guerra y se devuelva con ellos a casa. Años después, la guerra había arreciado y el frente rebelde resistía impasible desde las montañas de la costa. Para entonces, tanto Manuela como sus padres aparecían en las listas de desaparecidos.

II

A mis hermanas y hermanos, y a mí, nos gustaba ir a lavar la ropa al Río Salado. Los sábados eran los días más apetecidos. Cargábamos las maletas de ropa sucia, las ollas de cocinar, los alimentos, las botellas de café y bajábamos veloces por los empinados rastrojos donde antes estuvo la selva, los conejos silvestres y las culebras. Lo primero que hacíamos, ya en las orillas del río, era encender hogueras para espantar a los mosquitos que querían devorarnos vivos. Ir a lavar la ropa al río era una fiesta. Venía a veces el abuelo, un bravo domador de burros de las haciendas del norte ecuatoriano. Traía unos inmensos quesos para júbilo de todos. Y venía Rut, la hija de la vecina. Y venía la madre de Ruth y los hermanos de Rut.

Mientras ellas empezaban a lavar, nosotros empezábamos a llevar la leña. Después de comer, todos íbamos a golpear la ropa contra las piedras azufradas del río para que salga la suciedad de la semana. Rut se iba a jugar conmigo y por la noche la soñaba jugando como habíamos jugado. Una tarde nublada, mi maestra llamó a mi padre para alertarlo de que en la escuela de Chambú, sólo existía el tercero de primaria. Si quería seguir estudiando, que lo queríamos mi padre y yo, debíamos buscar otro pueblo. Me fui con el dolor de Rut en el alma. Y fue para siempre. Años después, en uno de esos regresos irregulares, Rut se había escapado de su casa hacia Guayaquil y regresaba cada año con unas gafas negras muy grandes y una grabadora inmensa que llevaba en el hombro. Las lavanderas ya no utilizaban el Río Salado. El sueño que yo había guardado, sin embargo, aun permanece agazapado detrás de la memoria. El progreso había entrado al humilde caserío. Con la inauguración del acueducto, se acabaron los viajes al río los sábados, y con ellos las relaciones de amistad, amor y solidaridad tejidos durante décadas. En Semana santa volvió Rut a morirse de cáncer. Y a ella le siguió gran parte de las buenas gentes que en su día aplaudieron con orgullo en nuevo acueducto, el inicio del progreso, como lo había dicho don Israel, después de la parranda de inauguración.

III

El centinela se había dormido. Soñaba que alguien lo requisaba. En su forcejeo, el dedo apretó el gatillo y el tiro sonó como condena por todo el ámbito de la hondonada. Del cementerio, el grito del fusil se esparció sin contratiempo por toda la región, chocó contra los peñascos y sus ecos redondos se ensartaron en la torre de la iglesia de Ricaurte, ya del otro lado del abismo. Una cuadrilla rebelde había instalado su campamento de guerra hace semanas justo cien metros adentro de los platanales que limitaban con el panteón de la Loma, un lugar perfecto para hacer guardia. Habían dispuesto de una casa abandonada. Eran las cinco de la tarde cuando el tiro escapó del fusil del vigía. En el campamento rebelde se armó la grande. Al otro lado del cañón, estaba el pueblo de Ricaurte, donde la tropa oficial ocupaba por temporadas plaza, colegio, escuelas y puestos de salud para intimidar a los rebeldes. Desde el cementerio, los combatientes veían con claridad los tanques cascabel del ejército que subían y bajaban por la carretera al mar. Veían sus movimientos. Exploraban sus intenciones. Conclusión después de la reunión de urgencia: hay que cambiar de lugar.

El disparo habría alertado al enemigo dándoles su posición exacta. Y tan cómodos que habían estado. Aunque el comandante Luis prefería no moverse un centímetro, prefirió hacerlo por temor a la rebelión de sus campeadores. Así que cuando cayó la oscuridad, con las linternas apuntando al suelo, iniciaron una penosa marcha bajo los frondosos árboles de la selva que seguía a los platanales. A las cuatro de la mañana dio la orden de descanso. El día venía haciendo su tropel de sol entre los árboles. Cuando abrió los ojos, Manuela vio entre los árboles la misma casa vieja que abandonaron a las ocho de la noche. El comandante había mantenido a la tropa dando vueltas alrededor de la vieja casucha. Sabía que para llegar a a ellos el enemigo no lo pensaría dos veces, sino tres o cuatro. Había iniciado una guerra de posiciones y ese lugar era la táctica más adecuada para vencer por cansancio al enemigo.

IV

No quiero que se vayan al pueblo, decía María. Habíamos llegado con mi hermano menor para vivir allí durante el curso escolar de cuarto de primaria. Pero desde el rancho de la tía Alberta, al otro lado de Piedrancha, había hora y media de camino para llegar a la escuela urbana de niños. Así que, aprendimos a caminar por el tubo de la Texas Petrolium Company, que además de llevarse el crudo del Putumayo para los depósitos en Luciana, nos servía para cruzar el río y no tener que ir hasta el puente donde estaba la piedra ancha que le daba el nombre al pueblo. El peligro era latente. Si resbalábamos del tubo, no quedaba ni el apellido. Por eso nuestros padres decidieron alquilar una casita en el pueblo. Y eso le dolía a María, la hija de la tía Alberta, una solitaria niña de ocho años que vivía en esa chosa de bareque y techada de hojas de plátano. Por primera vez en su vida tenía compañía de otros niños con quien jugar después de que llagábamos de la escuela. Cuando supo que nos íbamos, lloró amargamente. A la tarde siguiente, nos esperó medio bulto de aguacates. Se debían envolver en hojas de plátano secas y colgarlos en un costal sobre el fogón, donde el humo los haría madurar. Mientras no se coman todos los aguacates no se van, dijo. Veinte días después, cuando nos comimos el último aguacate, vinieron nuestros padres y nos trasladaron al pueblo, aunque María ya preparaba un segundo medio bulto de aguacates. María era nuestra prima, una hermosa niña que con nuestra presencia supo que más allá de los platanales vivían otras gentes y otros niños y niñas como ella. La tristeza de la niña aun la llevó grabada en alguna parte del esqueleto. Supe por primera vez que la soledad se llama María. Contó la tía Alberta que María solía treparse a los árboles de aguacate más altos para mirar a los niños que jugaban en el patio de la escuela.

V

Se enamoró de Wilson, un comandante de escuadra que operaba en el sur del Departamento del Cauca, en Colombia. Wilson estaba enamorado de otra cosa, por eso se había alistado en las filas revolucionarias hacia 5 cinco años. Elizabeth tenía 16 años cumplidos y unos ojos de gata obstinada. Así que le dio un ultimátum a su amado guerrero: te quedas conmigo o me llevas contigo, le dijo. Ninguna de las dos cosas. Wilson tenía muchas cosas que cumplir con la historia, según dijo. Ella se encolerizó, y en un descuido, le sacó su revolver de dotación del cinto, abrió la boca y se pego un tiro en el paladar. El régimen, a través de los medios de información, y con la colaboración de uno de sus periodistas, orquestó la versión de que la niña se suicidó por el acoso a que había sido sometido el pueblo por parte del ejército rebelde. La periodista Mariela San Pedro, que sabía que el suicidio era por amor y no por hartazgo, se lo comunicó a su jefe de redacción y al mismo director, y le creyeron, pero la despidieron. No podían contradecir al presidente y al ministro de la defensa que ya habían ido a dar las condolencias a la familia de la fallecida.

VI

Decían las malas lenguas que mercenarios del gobierno, camuflados bajo el nombre de “Comandos Che Guevara”, estaban reclutando jóvenes de los corregimientos de Panan, Puscuelan, La Poma, Chiles y del propio Cumbal. Les ofrecían un millón de pesos mensuales, tres veces el salario mínimo legal, y vacaciones pagadas de dos meses por año, sin detrimento de otras dádivas, botines de guerra, mujeres guapas y la oportunidad de ser alguien en la vida. Decían además que los estaban entrenando en un inhóspito bosque ubicado en los páramos entre los nevados Chiles y Cumbal. Por esos días, algunos vecinos de la zona huyeron hacia Ecuador, desesperados y en silencio. Ya del otro lado de la frontera, denunciaron que los revolucionarios del Ejército de Liberación Nacional, habían atacado a los “Che Guevaras” y los habían diezmado. Que sus cadáveres estaban esparcidos por todo el páramo. Nos fuimos en busca de las evidencias de la noticia. Al acercarnos al supuesto lugar del ataque, nos sorprendió una muchedumbre vagando por los páramos. Creímos que eran mercenarios y ejército, que siempre actuaban juntos. Contra las cúpulas blancas de los nevados, las figuras humanas eran sombras dibujadas sobre el hielo de los cielos. Quisimos huir. Si eran mercenarios, nos matarían. Pero no. Eran padres, madres, hermanas, novias, vecinos, hijastros, amigos, enemigos, todos buscando los cadáveres de sus hijos. Nos unimos a ellos. No encontramos nada. Solo rastros de sustos feroces y en el centro del campamento la mesa aun servida para el desayuno.

VII

La otra Esperanza tenía 16 años cuando se escapó del baile conmigo, a alas dos de la mañana. Por esos tiempos, la guerra era un rumor lejano, sucesos que parecían quimeras allende nuestros sueños. En Sapuyes, vagábamos por las calles oscuras arropados por un turbulento silencio que solo se reventaba en la boca cuando los besos, que esperaban su turno detrás de los labios a codazo limpio, hambrientos, sedientos, se desgranaban en cortas eternidades. La alarma la dio su madre. Esperanza no estaba en el baile. Y yo tampoco. Presumía lo peor. Paralizó la fiesta y desplegó un amplio operativo de búsqueda por el corral de las vacas, los matorrales cercanos, los caminos de herradura que llegaban por detrás de la casa. Rafael, quien se había casado ese día con mi hermana, y por eso era el baile, me rescato de los besos de Esperanza y me llevó a una cama y me tapó con varias cobijas. Desde allí escuché su llanto seco y rústico. Lloraba, dijo, por su hermano casado, y no por mí. Y era verdad. 30 años después, cuando la guerra llegó al sur con una violencia atroz, los mercenarios del gobierno asesinaron a Rafael junto a otras 20 personas sin distinción alguna, le oí el mismo llanto rústico y seco por su hermano del alma.

VIII

Se llamaba Clara. Sus dos hoyuelos en las esquinas de los labios la hacía irresistible. Su cabello azabache, largo y ondulante la hacía inmune a otros deseos que no fueran la siempre Clara, el deseo y la ternura recién amanecidos en sus pestañas. Era lo más parecido a la nostalgia a esas alturas de la vida. Lo más cercano a las primeras utopías de la razón. Mi hermano mayor fue el primero de mi familia en enamorarse de ella. Después fui yo. Y con nosotros dos generaciones seguidas. Un día de esos en que el amor nos vuelve del tamaño del universo, mi hermano me pidió que renunciase a Clara. Dijo que él se había enamorado primero. "Déjamela a mí", dijo, con esa tristeza mayor de los condenados a mujeres imposibles. A cambio, me daría su porción de carne de los almuerzos, cuando la hubiera. Acepté. Y también le advertí que todos los niños de mi edad también la amaban. "Y los de mi edad también", replicó con un suspiro protocolario. Llegó la adolescencia. La época de las decepciones y los sobresaltos. Yo me marché del pueblo sabiendo que Clara se había enamorado de un primo suyo. De regreso, seis años después, mi hermano aun seguía enamorado de Clara y yo no había dejado de soñarla. Así que sin retirar la promesa a mi hermano, decidí conquistarla. Tres años más se resistió, hasta el 6 de enero, fecha en que en toda la región se celebran los Carnavales de Negros y Blancos, cuando cayó rendida en mis labios. La resistencia la estaba matando por dentro, confesó. Venció mi generación: la generación perdida. Al final, Clara se casó con el músico del pueblo, un violinista que no perteneció a ninguna de nuestras dos generaciones, sino una tercera, 15 años mayor que las nuestras. El dolor fue cediendo poco a poco. Ahora cada cual tiene su Clara, presente o ausente, pero la tiene, y mi hermano tiene la suya. Yo aun ando persiguiendo a la mía del otro lado del mar, lejos para siempre de la niña de los hoyuelos claros en las orillas de sus labios.

IX

Si, me acuerdo del río aquel. El Río Carchi. De vez en cuando, molíamos barbasco, y a medianoche, cuando había luna llena, teñíamos el agua de verde con el zumo venenoso. Manolo, el primo mayor, con dos peones más, tendían la red en El Estrecho para atrapar a los peces moribundos. Era en los tiempos de aguas bajas, pues en invierno, solíamos utilizar tacos de dinamita para desmayar a los peces. No había otra forma de financiar los sueños sino era con el dinero que ganábamos vendiendo los peces en los mercados de Tulcán y Cumbal. Lo hacíamos regularmente, alertados por la posibilidad de que se nos adelantaran los peones de las haciendas vecinas. Con el tiempo, tuvimos que competir incluso con los peones de las haciendas del lado ecuatoriano. Llagamos hasta hacer disparos de escopeta al aire para asustarlos cuando los sentíamos bajar en tropel hacia las orillas del Carchi. El Río Carchi no solo nos financiaba los sueños, sino que nos proporcionaba protección internacional. Cuando mis primos y sus amigotes se emborrachaban y apaleaban a los jóvenes del pueblo de Panan (nosotros vivíamos en las casuchas de las haciendas), solían cruzar el río huyendo de la policía, presta a vengar a sus jóvenes pueblerinos.

Se lanzaban a sus aguas gritando consignas a cualquier cosa e insultando la dignidad de la autoridad legítima. Ya del otro lado de la frontera, les enseñaban el trasero a los policías. Dejaron de hacerlo cuando un uniformado le metió un tiro por donde sabemos al primo Manolo. A las aguas de aquel río de nuestra vida, íbamos con mis primas a ahogar los perros recién nacidos de las perras de la hacienda. Los llenábamos en un costal y ya en la orilla, los soltábamos uno a uno. Aun no había lástima ni júbilo en el corazón. Todo era natural como la naturaleza misma. Después de deshacernos de los cachorros, nos metíamos a los vados. A veces, utilizábamos tarros de manteca tapados al vacío para no ahogarnos. Nadábamos el tiempo suficiente para no morirnos de frío. Sin el acoso del tiempo, éramos lo suficiente para ser felices. Años más tarde, los contrabandistas cerraron para siempre aquella maravillosa época de gloria.

Con el auge del petróleo en el vecino país, mis primos y sus amigos, y sus enemigos, se fueron a cargar canecas de gasolina, cajas de manteca y jabón, costales de arroz y máquinas de coser que vendían al doble en este lado de la frontera. Sólo sobrevivieron aquellos contrabandistas que ahorraron el dinero suficiente para sobornar a las policías de los dos países, y estos ya no cruzaban el río a medianoche, sino que hacían cola en el Puente Internacional de Rumichaca a la madrugada para pasar los grandes camiones de mercancías. Algunos de mis primos se hicieron millonarios.

Aquellos que tampoco pudieron prosperar con el contrabando, ni con nada, peor con los salarios de miseria, invadieron algunas de las haciendas y echaron a los patrones. El río, supongo, seguirá igual, pero ya no financiará los sueños de nadie, máxime ahora que la guerra nacional se mueve por sus orillas.

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