Leo mensajes y escucho voces de personas que siguen al mesías innombrable y no salgo del asombro. Algunos aseguran que consiguió acabar militar y definitivamente con la guerrilla y que su sucesor la revivió, seguramente por alguna motivación perversa e inconfesable, de envidia histórica e incapacidad demostrada.
Que los paramilitares se le sometieron con devoción y entrega gracias a su autoridad incuestionable y que partir del inicio de sus mandatos alargados dejaron las armas, las malas prácticas y su apego a la violencia.
Sus fanáticos aseguran que cuando los extraditó desprevenidos una madrugada de mayo e incertidumbre, estos se fueron felices y agradecidos a pudrirse de soledad y desamparo en una celda en los Estados Unidos.
Otros dicen que en su gobierno desaparecieron todas las modalidades de la corrupción. Que las mediciones internacionales de esa práctica reiterada, debieron eliminar a Colombia de sus listas porque a ella había llegado la más impoluta y correcta de las administraciones.
El pregón de perfección y pulcritud llegó a ser tan difundido que hasta sus hijos se lo creyeron. Aunque nunca se preocuparon por ponerlo en práctica.
No falta quien asegura que la felicidad de todos los colombianos alcanzó niveles celestiales. Incluso las madres de Soacha.
La belleza física del caballista antioqueño superó la de todos los galanes de Hollywood y su cuerpo musculoso y bien trabajado, hacía parecer a Arnold Schwarzenegger un sietemesino con desnutrición aguda, afirmaba una mujer mayor desde una tienda de abarrotes.
Su habilidad administrativa y sus acertadas decisiones superaron por mucho a personajes bíblicos y a todos los gobernantes de Islandia. En sus gobiernos daba gusto pagar impuestos, y el salario, así no se tuviera, alcanzaba para todo.
El desempleo desapareció por completo y el trabajo informal cayó a un solo dígito. Todo en sus gobiernos fue acertado, necesario, importante y positivo, afirmaba uno de sus ministros mientras se rehusaba a devolver una plata (aún lo hace) que había tomado en una maniobra nada frecuente en una persona honrada.
Alguna mujer, un poco más histérica que los demás, declaraba a grito herido en el recinto del Congreso, que la única paz de Colombia fue la paz de Uribe y otra, algo más alucinada que la anterior, negó la existencia de los falsos positivos, el programa Agroingreso seguro, los acuerdos clandestinos con Yidis Medina y Teodolindo Avendaño e incluso, en una madrugada de nostalgias encontradas, concluyó que Uribe había logrado suprimir, del viejo calendario gregoriano, los aciagos años bisiestos que alguna vez le malograron el plan de apropiarse de un pedazo de tierra que añoraba.
Durante sus gobiernos el mar tenía más oleaje y la luna brillaba de modo más intenso, suspiraba una muchachita todavía adolescente de largas piernas y senos colosales, estos últimos creados por algún cirujano inescrupuloso en alguna tarde de anestesia pagada con dinero malhabido por un amante de abdomen pronunciado y bigote feroz que profesaba por el líder mesiánico el mismo sentimiento religioso.
La democracia quedó herida de fantasías imposibles y de sueños inalcanzables. Un fétido aroma de populismo irresponsable se introdujo en la casa del mesías y una oleada de intolerancia, acompañada de vientos de guerra y persecución, son azuzados por sus seguidores irracionales mientras su líder dominante y engañoso los contempla con los ojos intranquilos de quien espera agazapado el momento para la venganza, así con ella destruya a quienes lo siguen e incluso, se destruya a sí mismo.