Catorce personas asesinadas en las dos primeras semanas del año advierten sobre lo que será el 2018 si se siguen aplazando las medidas para atender la situación cada vez más deteriorada y violenta del municipio de Tumaco. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, en 2017 se cometieron 222 asesinatos, 46 % más que los ocurridos en 2016, según un informe anterior del Instituto de Medicina Legal.
Para los organismos del Estado, son hechos que obedecen a la disputa por el control territorial que se libra entre organizaciones como el ELN, las disidencias de las Farc, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y otros grupos, rezagos del paramilitarismo o la delincuencia organizada, que operan en zonas tanto urbanas como rurales.
La verdad es que la situación debe verse desde una perspectiva diferente, pues lo que ocurre es el reflejo de la falta casi total de capacidad que ha mostrado el Estado para ejercer su soberanía, lo que se expresa también en la precariedad de los indicadores de desarrollo del municipio; eso sí, si se entiende la soberanía como algo que va más allá de la presencia militar.
Tumaco es un municipio de cerca de 200.000 mil habitantes, con predominio de población afrocolombiana e indígena, 88,8 % y 5,1 %, respectivamente. El 48,74 % que habita en la zona urbana vive con Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) y el 16,73 % en condiciones de miseria, situación que es todavía más dramática en la zona rural, en donde el 59,32 % de su población padece NBI y el 25,90 % vive en condiciones de miseria; tasas de lejos superiores a la del departamento de Nariño, que llega al 26.09 %, y a la nacional que llega a 27,78 % [i]. El Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) es de 84.5 % para el total de población del municipio, con un 74 % en la parte urbana y 96.3 % en la zona rural [ii].
El envío de 2000 soldados con el que el gobierno inauguró sus acciones para el 2018 es una respuesta que preocupa, por un lado, porque no ofrece nada nuevo y, por otro, porque al final puede resultar peor el remedio que la enfermedad. Está comprobado que la militarización, lejos de ser una solución eficaz y definitiva a los problemas, puede llevar a exacerbar la situación de violencia y generar nuevos hechos de desplazamiento de sus pobladores, que son los que al final tienen que buscar cómo sobrevivir al fuego cruzado de quienes, incluidas las fuerzas del Estado, convierten sus lugares de vivienda y de trabajo en escenarios de guerra.
La envalentonada del ejército será insuficiente sin medidas que ataquen integralmente una problemática con profundas raíces sociales y producto del abandono de un Estado con fuertes rezagos centralistas, que ha dejado al descuido no solo a este sino a la mayoría de municipios de la costa pacífica, pese a su importancia estratégica y su abundante y variada riqueza natural y cultural.
Aunque también, producto de un modelo de explotación de los recursos naturales de corte esencialmente extractivista que, antes que generar retorno y valor agregado sobre el territorio, ha llevado a su degradación y mantiene a la mayoría de sus habitantes deambulando en el desempleo o la informalidad, cuando no inmersos en una variada gama de actividades económicas ilícitas, parte de lo cual explica la dramática situación que hoy se vive en las zonas urbanas y rurales. Un modelo de explotación, no de desarrollo, en el que tienen origen diversas modalidades de exclusión, traducida en concentración de la propiedad de la tierra [iii], despojo, desplazamiento[iv], agotamiento del mercado interno y transformación abrupta de la vocación productiva.
Fue precisamente la ausencia de Estado lo que posibilitó que floreciera y se extendiera hasta niveles hoy prácticamente inmanejables el cultivo de hoja de coca, que terminó sustituyendo a los productos de comercialización o consumo tradicional, los cuales poco a poco se han ido acabando ante la falta de una infraestructura que potencie su desarrollo y los consolide como verdaderas fuentes de vida de quienes históricamente allí han habitado.
Tumaco tiene el innoble privilegio de ser el primer productor de hoja de coca, con 23.148 hectáreas sembradas, 16 % del total de hoja de coca producida en el país, de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC) [v]; una situación que alimenta los niveles de conflictividad y soporta la existencia de los grupos que se disputan el control de las rentas ilícitas, mostrando capacidad superior a la del Estado para ejercer un poder que ha permeado la institucionalidad y las formas de vida e integración social. Algo supremamente costoso para comunidades que, por su tradición cultural, fundan en el ser y el quehacer colectivo sus fuentes de sobrevivencia.
Y es que, aunque no se reconozca, la política con que se ha intentado hacer frente a esta problemática, basada fundamentalmente en el despliegue de las fuerzas del Estado y la erradicación de los cultivos, ha sido hasta ahora un rotundo fracaso, tanto en Tumaco como en cualquier otro de los municipios del país. Es difícil actuar contra un producto al que, en medio de la quiebra ética que a todos los niveles se vive en el país, le ha sido fácil romper las barreras que pudieran impedirle moverse dentro de la ilegalidad, incluidos los cordones de seguridad de las autoridades civiles y militares, algunos de los cuales terminaron más bien formando parte de sus escudos de protección.
Lo anterior sin dejar de mencionar las enormes ventajas con que cuenta para su producción y comercialización: mercado asegurado, fácil acceso a insumos, redes de distribución, precios normalmente al alza, mano de obra disponible, pago en efectivo y contra entrega, elevados porcentajes de rentabilidad, etc., que es justamente de lo que carecen los productos de uso y consumo tradicional de la zona.
Cierto es que con las propuestas de erradicación se han formulado iniciativas de sustitución, una modalidad que, en teoría, tendría cauces mejores por donde conducirse, porque conlleva paralelamente la implementación de alternativas para que los campesinos encuentren opciones que les permitan retornar a sus cultivos de tradición o a otros que en todo caso los alejen de la producción y el comercio de ilícitos. Es, además, una forma distinta de entender tanto la problemática como las propuestas de solución, que implica la construcción de acuerdos con las comunidades y el compromiso del Estado de disponer del apoyo financiero, técnico, logístico y las condiciones de seguridad que las hagan viables.
Pero es cierto también que tampoco ellas han funcionado, porque las condiciones complejas en que se han tratado de implementar suelen no responder a situaciones urgentes de resolver, como cuando los campesinos tienen que lograr el flujo de caja diario que requieren para su subsistencia. Asimismo, porque estamos frente a un Estado que no solo no cuenta con la capacidad institucional sino tampoco con la solvencia fiscal que le exige una intervención de tan costosa factura luego de tantos años de atraso; menos aún sin la confianza de las comunidades que una y otra vez reclaman por el reiterado incumplimiento de los cientos de acuerdos que durante los últimos años han firmado.
Si de capacidad institucional se trata, nos referimos a la existencia de un entramado burocrático que en sus ámbitos local, departamental y nacional ha sido incapaz de armonizar el tejido social, construir significaciones colectivas y crear lazos vinculantes entre las comunidades y entre estas con el Estado; que arrastra las inercias de un pasado desde el que ha estado permeada por las élites y que hoy, peor aún, ha sido cooptada por las mafias y la corrupción. En fin, que avanzadas ya dos décadas del siglo XXI se mantiene lejos de reunir las condiciones que la pongan a la altura de los requerimientos de un nuevo modelo de gobernanza moderno, trasparente y eficiente, que dé reconocimiento y legitimidad a las actuaciones del Estado.
En el entrevero de esa institucionalidad se sostiene la hegemonía de unos sectores que, con origen en el bipartidismo, hoy difuso en una gama variopinta de representaciones personalizadas, enlodaron el ejercicio de la política y negaron la posibilidad de que otros sectores y otras formas de representación cobraran vida, frenando así el desarrollo de una cultura democrática que hoy se expresa en los bajos niveles de participación ciudadana, el clientelismo, el nepotismo, la compraventa de votos y, más grave aún, en el asesinato sistemático de quienes intentan emerger con propuestas alternativas venidas de las propias organizaciones sociales y de las comunidades que hasta ahora han estado marginadas.
La solución al problema de los cultivos de uso ilícito es desde luego una condición imperativa para la consolidación de la paz y la recuperación del orden y el tejido social y productivo de Tumaco, pero tiene que tener origen en una perspectiva que salga al paso a la continuidad del proyecto militarista que ha estado en cabeza de los grupos paramilitares, las organizaciones guerrilleras, las bandas delincuenciales y todavía del propio Estado, que hoy se reafirma con la llamada operación “Éxodo 2018”.
Se trata entonces fortalecer la capacidad institucional del Estado y el establecimiento de medidas que den forma a un proceso de recuperación del tejido social y productivo, mejoramiento de la infraestructura pública, acceso a servicios básicos de uso colectivo y ampliación del espectro democrático que se traduzca en la apertura de canales de diálogo y concertación, que den lugar a agendas viables y en las que el Estado tenga claro cómo disponer de los recursos físicos, humanos, técnicos y financieros, además de las garantías de seguridad, que demanda lo que finalmente es un proceso de restablecimiento de condiciones que solo será posible con horizontes de mediano y largo plazo.
Lo anterior sin perjuicio de que se fijen medidas dirigidas a resolver factores que deban ser resueltos en el corto plazo, pero que en todo caso deben entenderse como parte de una ruta que inevitablemente debe conducir al establecimiento de soluciones duraderas. La atención de emergencia, las medidas puramente humanitarias y de connotación asistencial, la oenegización a la solución de las problemáticas no pueden sustituir las acciones que solo desde el Estado deben tomar lugar a través de políticas públicas emanadas de escenarios de participación y concertación entre los diferentes actores que tienen asiento en los territorios.
Son los fundamentos de una ética civil lo que debe imponerse y que implica la consideración del conflicto en una órbita que nos habla es de la quiebra de un modelo de sociedad y de sus formas de supervivencia. Pero, sobre todo, una ética que se asuma como el nuevo norte a alcanzar en el ejercicio de la política y que tenga como base el cumplimiento de la obligación del Estado de garantizar su realización, máxime cuando se trata de quienes desde posiciones críticas reivindican su derecho a ser, a pensar y a actuar diferente, sin que ello implique el sacrificio de sus vidas.
[i] http://www.dane.gov.co/index.php/estadisticas-por-tema/pobreza-y-condiciones-de-vida/necesidades-basicas-insatisfechas-nbi
[ii] Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iii] El coeficiente de Gini de tierras del municipio para el año 2012 era de 0.85, con una tendencia al aumento durante los últimos años. Ver: Documento complementario al Perfil Productivo del Municipio de San Andrés de Tumaco, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Tomado de: http://www.redormet.org/wp-content/uploads/2016/01/documento-complementario-san-andres-de-tumaco.pdf
[iv] Tumaco es el segundo municipio con mayor número de población desplazada interna a nivel nacional. De acuerdo con la UARIV hasta noviembre de 2016 se habían registrado un total de 121.329 personas desplazadas, uno de los más altos a nivel nacional.
[v] https://www.unodc.org/documents/colombia/2017/julio/CENSO_2017_WEB_baja.pdf