Acaba de divulgar la empresa encuestadora Gallup un informe en el cual aparece Colombia como el segundo país más feliz del mundo después de las Islas Fiji.
Lo de las Islas Fiji suena normal puesto que la imagen que se conoce es la de una especie de paraíso terrenal con playas, sol, naturaleza, libertad, etc. (Aunque también es el país más afectado por el cambio climático).
En cambio, lo de nuestro es por muchos aspectos francamente desconcertante.
Por ejemplo porque coincide con lo que significa la baja en la calificación de Standard & Poor´s: teniendo en cuenta que lo que esta evalúa son las perspectivas de nuestra situación económica en el inmediato futuro, lo que prevé es que tendremos una tendencia a empeorar y que no se ven medidas que lo contrarresten; como esto determina el costo de endeudamiento en los mercados internacionales esto representa una mayor dificultad y un mayor gasto para adquirir créditos tanto para el Estado como para la banca nacional; pero sobre todo señala que estamos en un proceso de deterioro caracterizado por un mal momento, y que la reforma tributaria además de no dar los resultados esperados tampoco satisfizo a las calificadoras.
Mucho más grave que la situación económica y más sorprendente es el contraste con las condiciones socioeconómicas: nos mantenemos como los líderes en el continente en desempleo rondando el 9 % sin disminuirlo; lo mismo muestra el coeficiente Gini, indicador de la concentración y la desigualdad respecto a la riqueza, al ingreso, a la concentración de la tierra, etc.; que decir de los índices de pobreza y miseria…
Como si fuera poco lo que más se destaca y hasta cierto punto nos caracteriza en estos momentos son los altísimos niveles de corrupción, y los no menos escandalosos casos de intolerancia.
¿Cómo se explica que seamos tan felices?
Se puede acudir a muchas respuestas, seguramente varias parcialmente ciertas.
De un lado las subjetivas que responderían más a hipótesis sobre nuestra idiosincracia o psicología: somos felices por naturaleza y la prueba sería que vivimos de fiesta tanto a nivel de grupos pequeños como de eventos institucionales, festivales, carnavales, etc.
Posible explicación también sería que, en algo parecido a la variante de placer sexual que es el masoquismo —el sacarle placer al sufrir—, seamos colectivamente una nación de masoquistas y nos produzca felicidad que nos vaya mal.
Dentro de la misma linea existe un fenómeno como el de los hipocondriacos a quienes los satisface tomar medicinas y autorrecetarse toda clase de enfermedades: igual existen quienes para adaptarse confortablemente en el mundo necesitan encontrar quejas de todo, ver lo malo en todo. Todos conocemos algún caso así y podría ser que colectivamente eso nos sucediera. Sería hasta cierto punto irrelevante si la razón de la quejadera es solo algo compulsivo (ya que razones objetivas sí que las hay), lo esencial es que el protestar constantemente puede ser necesario para hacer felices a algunas personas.
Si estamos satisfechos como vivimos
—y eso sería la conclusión de la encuesta—
no vamos a tener verdadera voluntad de cambio
Y razones externas para que los colombianos se sientan felices también las hay. Sobre todo cuando la externalidad depende solo de la información que se recibe. Es lógico que quienes son calificados como el mejor ministro de Hacienda del continente, o el mejor policía del mundo, o el quinto mejor alcalde del planeta, sientan más que satisafacción por ello (ellos, sus seguidores, y quienes creen en esas calificaciones).
También se nos vende optimismo (que en algo es fuente de felicidad) cuando nos pintan futuros promisorios. Cuando la guerra de Yugoslavia tras la destrucción de Dubrovnik se llevó una orquesta como ‘terapia’ para cambiar el ambiente de la gente; eso produjo los más altos indices de optimismo o felicidad, explicado porque los habitantes entendieron o pensaron que ya todo lo peor había pasado. Ese efecto rebote lo puede producir el acuerdo de paz que, independientemente de sus resultados, promete que algo cambiará y nos hace suponer que ya pasó lo peor.
Toca asumir que tal encuesta refleja lo cierto —no hay razón para no aceptarlo—, y por eso las anteriores posibles explicaciones. Pero eso también explicaría en algo porque no logramos avanzar en los cambios que evidentemente y por clamor popular se requieren. Si estamos satisfechos como vivimos —y eso sería la conclusión de la encuesta— no vamos a tener verdadera voluntad de cambio. Independientemente del motivo de nuestra felicidad, estaríamos contentos con lo que somos y con lo que tenemos (incluyendo nuestros gobernantes, congresistas, sistema judicial, etc.)
El peligro de las encuestas es que como se cree en ellas, se actúa de acuerdo con lo que dicen; vuelven realidad lo que puede ser solo percepción, o que puede ser solo transitorio. La desinformación que manejan los medios se alimenta frecuente y selectivamente de lo que dicen las encuestadoras. Deberíamos por lo tanto pensar que no hay que guiarse por el supuesto de que en las encuestas se encuentran errores pero, como las brujas, que los hay, los hay.