Esa extraña capacidad de la mayoría de dirigentes para negar acusaciones buscando tapar el sol con el dedo de una mano resulta una nefasta pero consuetudinaria costumbre que ya ni siquiera desconcierta, sino que, tal como están las cosas, acrecienta cada vez más la desconfianza e incredulidad de la opinión pública en sus líderes y en las mismas instituciones, acostumbrada como está, no a vislumbrar a personalidades o a entidades capaces de afrontar con seriedad y sabiduría cualquier crítica o algún cargo imputado, desarrollando refutamientos lógicos y veraces que destruyan las sindicaciones o la misma cizaña de las imputaciones falsas si ese fuere el caso, sino a asistir al espectáculo deprimente y mediocrizado de las declaraciones mentirosas, amañadas y ladinas, que solo despiertan una respetabilidad de pacotilla cuyo modus operandi consiste exclusivamente en negar hasta la saciedad los delitos detectados, sin plantear la contundente claridad de una defensa que demuestre la certeza y la inocencia frente a las acusaciones desatadas, contribuyendo a mantener la impunidad, el descreimiento o la duda, y logrando incluso elevar al imputado a falsos sitiales de astucia y heroísmo ante la consecuente absolución por falta de pruebas, posición a la que los eleva una sociedad enfermiza y distorsionada por el oportunismo que se ejerce sin pudor y sin medida.
La modalidad es cotidiana y obedece a esa folclórica mentalidad que identifica las humanas imperfecciones, por la cual se pretende exaltar las apariencias para que no se noten en público los defectos y deficiencias personales o institucionales, mientras en la intimidad se mantienen las mentiras, la inmoralidad y la incoherencia de las actuaciones cotidianas, creyendo y haciendo creer en la intachable honestidad de los comportamientos mientras en el trasfondo se acrecienta el Leviatán de todas las falsedades ejercidas.
No hay mañana en la que no se escuchen acusaciones cargadas de razón y lógica u otras que conllevan su carga de maledicencia y de mentira, ni día en que no surjan verdades que no admiten discusión ni controversia en tanto envuelven a quienes posan de impolutos. Pero instantes después de conocida la denuncia o en la siguiente entrevista desatada, el delatado se vuelve inculpador si es que no resulta un beato de las más excelsas condiciones, en virtud a su parapeto repetitivo y único, falaz, cínico y manipulador, que repite el estribillo de que todo de cuanto se le incrimina es falso; que es fruto de persecuciones y campañas orquestadas por los contradictores y enemigos políticos; que los untados de corrupción y por tanto criminales de cuello blanco son precisamente y al contrario de lo dicho los mismos que levantan el dedo para lanzar imputaciones sin razón ni sentido, convirtiendo todo en un juego simultáneo de explicaciones que no convencen a nadie, y que develan esa malicia de la cual la mayoría de sindicados hacen gala mientras buscan a quien culpabilizar sin reconocer ni siquiera de lejos la más voluminosa de sus faltas, saliendo casi siempre airosos de esos lances recubiertos de una impunidad exultante, encubridora y agresiva, que en nada contribuye al liderazgo y a las directrices sociales requeridas para marchar hacia el desarrollo integral y hacia el progreso.
Si se aceptara la verdad en vez de camuflarla, negarla o eludirla, y aflorara una conducta que la admite, está dispuesta a reconocer los desaciertos y a enmendarlos, y decide actuar hacia el futuro rectificando la conducta desde la humildad de los arrepentimientos convencidos, empezando incluso desde cero y sin la imposición de condiciones si fuere necesario, se enrumbaría a la sociedad por el sólido camino del deber ser, el buen hacer, el bien tener hasta llegar al bien estar por el que deberían desenvolverse todas las actuaciones públicas y privadas, al actuar con la libertad que decretan las verdades reveladas y admitidas, que generan aquellos espacios donde se construye la justicia como cimiento indeleznable y sólido de la consecuente paz a la que la sociedad entera por ese camino se hace merecedora.
Pero como a la verdad se le teme más que a la cárcel con que se castigan los delitos demostrados y juzgados, y por eso se esconde y difumina para que no sea ni conocida y menos divulgada, la política generalizada es desmentir cada entuerto que se endilga, no dejar rastros físicos de las mezquindades con que se revisten las actuaciones que no convienen publicitarse, y en últimas recurrir a la inmemorial práctica de hacerse las víctimas para aparecer como perseguidos y no como agresores y victimarios, generando una cultura de la mentira y de las apariencias que crece con las conductas solapadas como bola de nieve, arrastrando en ello un comportamiento individual y colectivo que solo acarrea el deterioro generalizado y el exterminio final de todas las sociedades que históricamente han incurrido en estas prácticas.
Así que mientras la luz de la verdad personal y social no se acepte ni aflore con la convicción y plenitud de quien en forma alegre, humilde y decidida la establece como punto de partida para transformar su actitud y su conducta, estaremos condenados a repetir la historia y a persistir en las equivocaciones que perpetúan la descomposición y el deterioro, recayendo cada vez en una injusticia que produce rebeldía y genera violencia mientras labra una irreconciliación interminable y tormentosa, en la que permaneceremos sumergidos mientras no se acepte la franqueza integral y completa, no se recapacite en los errores ni se reconsidere la actitud, la conducta y las políticas sociales que han fomentado la exclusión y el enfrentamiento, y no se inicie la construcción de los espacios de inclusión, de tolerancia y de oportunidades que desarrollen e impulsen la capacidad y los alientos, desatando el desarrollo y el progreso sistémico que beneficie a la comunidad y a las personas.
Solo de esa forma seremos libres para enrumbar a la nación y ubicarla en los sitiales que únicamente forjan la honorabilidad y solidez de los actos planificados y trabajados dentro del marco de la honestidad, la disciplina, la preparación continua y los propósitos claros y definidos. Sin embargo, un país que le apuesta a la manipulación y a la mentira, nunca podrá lograr su desarrollo y menos establecerse en el reconocimiento digno, público y provechoso con que se premia el esfuerzo de los triunfadores, y de aquellos que con decisión y convencimiento han sabido superar sus debilidades y fracasos, para instalarse en el éxito y en la culminación de sus emprendimientos.