Qué triste es decir esto, pero alguien tiene que hacerlo. ¿Saben por qué la tan mentada ley que castigaría a los conductores ebrios resultó tan laxa? Porque los legisladores, sus socios políticos, sus amigos empresarios, sus cercanos acaudalados, todos ellos tienen hijos o parientes irresponsables, a quienes les “alcahuetean” que agarren la camioneta del papá para ir a una fiesta y devolverse borrachos. Total, si pasara algo, si los para la policía, pueden venir y decir –como ya se ha visto-, que yo soy tal, o soy hijo de tal, o conozco a tal otro. Y así, por muy que esté la Ley sobre el papel, se la pasarán nuevamente “por la galleta”.
El asunto no es solo de endurecer las normas. El asunto es de mentalidad. En tanto siga habiendo, por un lado, actitudes irresponsables, y por otro, posibilidad de zafarse de las sanciones, seguirán ocurriendo accidentes, y habrá heridos y muertos durante mucho tiempo.
¿Pero quién educa a la gente? Somos incorregibles. Juramos que no nos equivocamos, y ay de aquel que en medio de los tragos no nos dé la razón. Por eso nunca nadie escucha al sensato que dice que deje el carro y no maneje.
Las cosas cambiarían cuando el muerto sea ilustre. Cuando el hijo de un ministro, de un senador o de un alcalde se mate por irresponsable, ahí sí habrá, por fin, dolientes para este problema. Mientras tanto, no nos llamemos a engaños. No habrá leyes, sanciones, no habrá nada para este asunto. Lo único que habrá es miedo de salir a la calle, miedo de que algún borracho –o algún imprudente- aparezca en el lugar menos pensado y cause una tragedia.
La semana pasada le comenté a un amigo que quería ir a Bogotá, y que sería bueno salir a comer algo una noche. Su respuesta fue desconsoladora: “No, mejor de día. Aquí salir de noche es exponerse mucho. ¿O es que no ve que todas las noches pasa algo?”
Pero bueno, ¿a quién le importan los de a pie? Parece que, al menos, no a los legisladores.
Triste.