Aunque suene a frase de cajón, afirmar que en Colombia se pasa asombrosamente del terror a la estupefacción y luego a la inexplicable justificación, no lo es tanto, así lo demuestra esa especie de bipolarismo que padecen algunos miembros de la sociedad, cuando hacen demostraciones de afecto o idolatría por algunos siniestros personajes dueños de tenebrosos prontuarios delictivos.
El recibimiento de héroe que recibió alias Inglaterra, personaje con un horriblemente célebre y aberrante pasado delincuencial, por parte de algunos habitantes de un municipio del Urabá antioqueño, es el último ejemplo del muy bizarro comportamiento de muchos colombianos. Ver a centenares de habitantes de ese municipio, vitoreando a Inglaterra, enarbolando pancartas con la imagen en traje camuflado del abatido criminal, con una banda sonora de fondo, correspondiente a la mal llamada música popular, demuestra el paso del horror que sentían las victimas del tristemente famoso difunto, a la estupefacción general del resto de la sociedad colombiana.
Igual tránsito recorrieron, hace algunos años, los cientos de víctimas del Patrón del mal, al presenciar el comportamiento de algunos habitantes de Medellín, durante el sepelio del, ese si narcoterrorista, Pablo Escobar, en el que se gritaban vivas, en medio de alicoradas lágrimas al caído narco, todo al compás de los corridos prohibidos (narcomúsica) elevando casi que a la categoría de santo, al personaje de marras, igual estupefacción sintió el resto de la sociedad, al ver por televisión las imágenes alucinantes de ese cortejo fúnebre.
Sin embargo, esa estupefacción, ese desasosiego, ese malestar, esa molestia, paulatinamente se viene convirtiendo en justificación. Ya aparecen por ahí, en medio de las páginas de algunos periódicos de circulación nacional, uno que otro violentólogo, afirmando que estos comportamientos son marginales y que sólo se presentan en la periferia, en provincia, como llaman en el centro del país a todo el resto del territorio nacional, en donde vivimos los calentanos, como también nos nombran en la capital.
Estos muy oportunistas violentólogos, le achacan estos desafortunados comportamientos, a algo así como un síndrome de Robin Hood que padecen los pobres del país, como reacción a su marginalidad, a su falta de educación, a su falta de oportunidades. El mágico ascenso de estos individuos, continúan los analistas de momento, lleva a la gente menos favorecida a ver a estos monstruos como adalides de los menos afortunados, puesto que el hecho de ser miembros de esta marginalidad, haber acumulado deslumbrantes riquezas y luego haber repartido a manos llenas botellas de aguardiente, ron, whisky, cirugías plásticas, dólares, casitas y motos entre sus iguales, los encumbra al nivel del mítico héroe inglés, convirtiéndolos en los nuevos Robin Hood criollos.
Pero los oportunistas violentólogos, amplificados por la gran prensa capitalina, olvidan mencionar convenientemente en su receta para justificar lo injustificable, que esos mismos medios que elogian, celebran y reproducen tan inteligentes análisis, también aportan su dosis de cinismo en esta receta, al replicar una y otra vez en series de televisión, películas de cine o en la misma música, la apología al crimen, reforzando cada vez más la contracultura traqueta, que dio al traste con gran parte del futuro de las venideras generaciones, sumergiéndolas más y más en la ideología consumista del atajo, del todo vale, del dinero fácil, del narcotráfico, del testaferrato, del lavado de dinero, de la corrupción, del más macho, de le doy en la cara marica.
Por eso no es raro ver en cualquier calle de pueblos y ciudades de Colombia, jovencitos y jovencitas de estratos más acomodados, luciendo con orgullo camisetas estampadas al frente con la imagen de Pablo Escobar y las palabras: El Patrón, en la parte posterior, tampoco es raro ver calcomanías con las mismas imágenes, en uno que otro vehículo de alta gama. Se justifican o los justifican como comportamientos típicos de rebeldía. La verdad es que el crimen en cualquier grado, en contra de cualquier ser, jamás se puede justificar.
En todo caso es triste constatar que durante muchos años, en mayor o menor grado, esta contracultura fue el camino señalado por quienes debieron haber hecho algo para cambiarla, pero no lo hicieron porque algunos de ellos encarnaban a ese nuevo mesías, verraco, de extracción calentana, pantalonudo, capaz de defender a los más pobres de quienes encarnaban todo aquello diferente a los nuevos paradigmas socioeconómicos establecidos por el nuevo Robin Hood criollo y traqueto.