“No me quiero morir sin saber qué pasó con mi hijo” —Gloria Salamanca, interprete en Victus.
Las seis de la tarde y se escucha el tercer llamado para el público, se silencian celulares en el Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán. Luces apagadas. Por los pasillos de la planta baja empiezan a salir una serie de personas, diecinueve, vestidas de blanco, Victus había comenzado.
La obra es una creación colectiva de Casa E, bajo la dirección de Alejandra Borrero, en la cual excombatientes de grupos armados y víctimas de la guerra entablan un dialogo polifónico, inaudible e indescifrable por momentos. La historia es la representación misma del efecto y el desafecto que cincuenta años han dejado en todos nosotros, los colombianos. La puesta en escena que se espera del posconflicto, una fórmula de catarsis cada vez más de moda: dolor frustración-perdón olvido. También va incluir, de manera paralela, una línea de tiempo y objetos que para sus protagonistas significan algo del conflicto, en una especie de museo vivo itinerante de la memoria.
Se plantea el dialogo a partir de un ritual que invoca a los cuatros elementos de la naturaleza, con cantos en lenguas nativas. Los protagonistas reflexionan en escenas construidas de diversas formas acomodadas a sus historias personales, un cierto collage pretencioso en la exploración abierta de palabra y reflexión: uno grita otra susurra, uno dice chancla la otra lo complementa, y de esta forma nos vemos inmersos en una multiplicidad de estímulos, la fascinante histeria colectiva en la que estamos envueltos. Apoyados en recursos sonoros, visuales y lumínicos, música en vivo, juegos de sombras y proyecciones, generan una atmósfera propia para la evocación en el espectador de esos momentos críticos de la guerra, pero sobre todo, empatía con las víctimas, que como bien lo dijo Alejandra Borrero, somos todos y todos tenemos culpa, pero cada quien su responsabilidad especifica.
Los relatos fueron tratados de manera digna, sin revictimizar, sin usos inadecuados, una mutilación es una ventaja, una violación se declara mal uso del cuerpo, una tristeza se vuelve esperanza, eufemismos o no, son formas de manejar el duelo desde la visión reivindicativa del mismo, duele pero no tenemos que sufrir por ello para siempre. Hay versos de momentos decisivos del conflicto en cada uno, y de repente la presencia de Carlos Pedraza en la narración. La obra es buena en la medida en que entendamos nuestra historia como una suerte de esquizofrenia colectiva, inmersos en ella, ningún loco sabe que lo está ni sufre por ello. Jamás será malo. Al final la obra se teje con el público en una reflexión construida a muchas voces y manos, la polifonía es audible por turnos.
Los colombianos merecemos superar la guerra con verdad y justicia social; la construcción del guion les costó más de dos años de trabajo, y como lo expresó su directora, hubo relatos para los que Colombia no está preparada, pero los tiene que aceptar y quiero hacer énfasis, si bien la atmosfera escénica y el guion satisfacen, el peso de las metáforas y la cantidad recursos técnicos y discursivos, no da pie para identificar elementos más profundos del conflicto, y, a pesar de lo evidente del enfoque de género, se diluye por momentos.
Qué tan verosímil y coherente es decir que una representación tiene enfoque de género, cuando es un hombre el que narra la desolación de un aborto, un esposo que habla desde la idea del estar en cuerpo ajeno, el de la mujer, una situación tan íntima y dolorosa para ella. Las narraciones están determinadas por el ejercicio del otro sobre el cuerpo de ellas, y no desde el ejercicio de sí mismas sobre sus cuerpos. Claro, es lo que ellas cuentan y no lo que yo deseo que me narren, pero precisamente es ese el enfoque, a quién se dirige la obra. ¿Por qué seguir haciendo el mismo ejercicio —el de narrar— desde el cuerpo del otro?
El enfoque obliga a sacar la voz desde su "sentir el cuerpo". Seguir negando el cuerpo femenino, o peor, usurpándolo, es mantener la narrativa tradicional, patriarcal, por el contrario, con enfoque de género debe estar centrada en el cuerpo propio y no en el ajeno. Por otro lado, y punto crucial, el narcotráfico, evidente en toda la obra de manera metafórica pero es imperceptible a la hora de aclarar la potencia que este tuvo y tiene en el conflicto. No todos comprenden la relación entre nariz-música urbana y el consumo de drogas. Tenemos culpa por indolentes, claro, pero sí hay responsables y se deben dar con nombres propios. Los actores armados y las victimas están en la palestra, los financiadores (el narcotráfico) se quedan en metáfora y aplauden al acabar la función. Véala y saque sus conclusiones.