En un país como Colombia, reflexionar e intentar contribuir a la reparación de las víctimas de la violencia es, entre otras cosas, una labor que pretende construir un sentimiento colectivo. En los libros reposan todos los protocolos necesarios para “reparar” a una persona que ha sufrido los horrores de la violencia. Lo dicho en la ley de víctimas no merece desmerito; sin embargo, ahorrar esfuerzos solamente en tales elementos será a largo plazo un mero desgaste. Un cambio social no vendrá ante tal escenario sencillamente porque ahí no reside el problema.
Los colombianos entenderían mejor sus desgracias si se tipificaran correctamente las cosas. El Centro Nacional de Memoria Histórica fue el primero en llamar la atención al respecto con su texto “limpieza social: una violencia mal nombrada”[1]. ¿Y si nos hacemos esa reflexión con el conjunto de violencias en Colombia? Empezaríamos con cosas tan básicas como llamarlos víctimas de la violencia y no víctimas del conflicto armado.
El tejido social esta tan descompuesto que ya no es posible distinguir la violencia que sucede con ocasión de la guerra civil que tenemos y la que no. Las causas que alientan unas y otras son las mismas: pobreza, intolerancia y, en general, una crisis de ciudadanía.
El Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, enfatizó recientemente en los 200 años del Consejo de Estado, que la razón de nuestras adversidades no es debido a las dificultades de las instituciones sino a la crisis de ciudadanía que tiene el país. De ahí que, suponiendo que las “ías” – Procuraduría, Contraloría y Fiscalía – fueran sumamente diligentes en sus funciones de control, jamás lograrían un orden social si no se superara esta crisis. Seguirla manejando como lo hemos venido haciendo terminará en la asignación de un policía individual para cada ciudadano.
Por supuesto este no es el objetivo. Es un fenómeno cultural que trae violencia y delegamos a las instituciones para su arreglo a sabiendas que el responsable es el ciudadano de a pie. No es necesario hacer un estudio detallado de la sociedad para entenderlo. Todos hemos escuchado en alguna ocasión dichos como “puesta la ley, hecha la trampa”, “papaya puesta, papaya partida” o, la más grave de ellas “¡el vivo vive del bobo!”.
Estas frases nos han permitido sacar ventaja de alguna situación en algún momento. Las aplicamos porque creemos que las acciones más cotidianas no tendrán incidencia en el devenir histórico. Desafortunadamente, así es como se construye el tejido social y la conciencia colectiva. Nadie sabe cuándo empezó todo o en qué momento preferimos colectivamente ser ante todo ventajosos. La incertidumbre de ello aumenta si estudiamos nuestra historia. Esta está llena de pistas que indican que como nación hemos educado para hacerle trampa a la ley.
Lo preocupante del asunto, debido a la desviación ética que ello implica, es que esta es la causa de la violencia en Colombia. Y no es por caer en explicaciones simplistas. Sin embargo, no superamos la violencia porque la conciencia colectiva colombiana es un niño autista que sufre de miopía. Tenemos dificultades para comunicarnos e interactuar socialmente y no tenemos visión de futuro.
Nos confunde tanto que exista una violencia tan recurrente y no sepamos el porqué de esta, que una vez incluso llegamos a catalogar toda una época como “La Violencia”. Las agresiones políticas y sociales se intensificaron en estas fechas en razón al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, pero sin duda, la intolerancia política era un fenómeno cotidiano en la vida del colombiano de manera que no hubo otra manera de llamar este episodio puesto que no existía una reflexión colectiva que nos diera luces acerca de las razones específicas que nos permitieran otorgarle un nombre. Por todo esto, no es posible catalogar a unos cuantos como víctimas del conflicto armado puesto que las causas de esta violencia son comunes a todos.
No sorprende entonces vislumbrar las consecuencias. Estuve hace dos días en el Tribunal Superior de Cundinamarca escuchando una lectura de fallo por un delito de homicidio agravado en concurso con desaparición forzada y concierto para delinquir. Los hechos habían acaecido en el 2003 y los familiares de los asesinados comparecieron como victimas ante la justicia hasta estas fechas para asegurar que fueran reparadas.
Luego de esta audiencia, el único reparo al que accedieron fue la efectiva confirmación de la condena a 38 años de prisión a los homicidas. No obstante, no se subsanó el tejido social. Durante la hora y media que duró la lectura de la sentencia, el magistrado realizó un recuento detallado de la forma en que sus familiares fueron descuartizados, metidos en bolsas y tirados al río Bogotá.
La conclusión: el sistema penal acusatorio, testarudo, encarceló unos homicidas sin ningún prospecto a resocializarlos y, por otro lado, revictimizó con sevicia durante más de una década a los familiares que quisieron hacer justicia, citándolos a innumerables diligencias que revivían lo sucedido con detalle.
¿Y ahora nos preguntamos por qué padecemos tanta violencia? Una exigencia que nadie hace además de la reparación individual es el resarcimiento del tejido social.
Ni un magistrado, administrando justicia en nombre de la República de Colombia supo darse cuenta de tal revictimización; pero no es su culpa, pues como sociedad estamos tipificando como justicia y como reparación a algo que no lo es.
[1] http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/descargas/informes2016/limpieza-social/limpieza-social.pdf