En este texto quiero relatar mi experiencia en Cartagena. Esta experiencia me llamó mucho la atención y quiero compartirla y producir en ustedes alguna reflexión u opinión sobre los jóvenes y el consumo de drogas psicoactivas.
Un sábado a las cuatro de la tarde, me encontraba caminando por las calles del centro de Cartagena con mi amigo residente de allí. Las vías de la ciudad amurallada se encuentran especialmente blindadas por la Policía Nacional y por vigilantes privados, lo cual es un alivio para la seguridad de todos los transeúntes que desfilan en atuendos de todos los colores y precios por estas históricas locaciones.
Mi amigo es un joven de 21 años de clase socioeconómica media-alta, egresado de un colegio reconocido de Cartagena y estudiante de administración en una prestigiosa universidad. Además, ha cursado estudios en Estados Unidos y en Europa, habla inglés a la perfección y coquetea en francés con las meseras de los restaurantes. Es un joven alto, trigueño, de cabello ondulado castaño con visos rubios. Maneja un carro de marca BMW por la playa de Castillogrande los viernes y va al Club Cartagena los sábados.
Yo soy muy observador y estoy preocupado por mi país, mas allá de los eventos de corrupción, es por esto por lo que decidí relatar esta historia. Mi amigo, al que llamaremos Julián por motivos de seguridad, le gusta de vez en cuando fumar marihuana de forma recreativa y se le ocurrió aquel sábado que caminábamos por la media luna, para ser más precisos, que quería fumar un poco de yerba.
Julián me dirigió al callejón angosto del barrio Getsemaní. Sin haber llegado allá, ya en la esquina nos llamaba un hombre de edad que al parecer descansaba en su silla postrada en la pared de lo que podría ser una hermosa casa colonial. Este hombre nos ofrecía explícitamente "perico" y "marimba", según sus palabras. Julián lo ignoró y caminamos dentro del callejón angosto hacia una casa en ruinas.
Dentro de esta casa en ruinas nos ofrecieron un gramo de marihuana por cinco mil pesos y perico a cuatro mil. A mi lado estaban dos cadetes de la escuela de infantería de marina comprando perico para aguantar el trote del turno decían ellos en su conversación. Julián prefirió no comprar en este sitio por el alto precio y la cantidad según Julián. Entonces, pasamos a otra casa diagonal, en donde había un grupo de hombres jugando domino. Allá me abrazó uno de los hombres de forma espontánea y coqueta, me puso la mano en su espalda donde tenía entre su pantalón y su torso un arma guardada.
Otro hombre sentado, sacó de su canguro un paquete con cientos de bolsas que contenían marihuana o perico, nos dijo que rápidamente tomáramos una y le pagáramos cinco mil pesos. Me asustó mucho la situación y decidí salir disimuladamente hasta la iglesia de la trinidad donde esperé a Julián, quien rápidamente notó mi incomodidad y salió tras de mi.
Aún no habíamos comprado nada. Julián se sentía frustrado, pero no se iba a dar por vencido. Caminamos la distancia de una calle de Getsemaní y al lado del Colegio La Milagrosa, en una casa de familia con una pequeña miscelánea de venta de productos para el pelo, Julián dijo que le dieran cinco mil pesos de tratamiento y fue entonces cuando pudo conseguir una mayor cantidad de marihuana.
Fuimos a la bahía del centro de convenciones y allá Julián armó y fumó su porro de marihuana. Por la noche, él me recogió en su carro BMW, parqueó en el centro de convenciones y me llevó a pasar una noche de lujuria cartagenera en una discoteca. Pagamos cincuenta mil pesos por persona para entrar y una vez allá descubrí un mundo totalmente nuevo para mí.
Soy fanático de la rumba colombiana, pero esto fue un concepto diferente a lo que conocía. Esto parecía más a un club de negocios de narcóticos y servicios sexuales. Julián parecía ser muy popular dentro de esta discoteca, las mujeres se acumulaban en nuestra mesa y lo saludaban con especialidad. Mi aspecto se asemeja al de la imagen que se tiene en Colombia de un europeo nórdico, por mi pelo rubio, piel pálida, ojos azules y estatura proporcionalmente mayor a la de un colombiano promedio. Sin embargo, no solo soy colombiano, sino que soy de un gran sentimiento nacionalista y acojo nuestra cultura con regocijo.
Me mantuve callado, pero muy observador, supongo que las personas pensaban que no hablaba español. A nuestra mesa se acercó un hombre con un aspecto dudoso a mi concepto, pues lo que he visto en las discotecas y bares de la ciudad amurallada en Cartagena es otra cosa. Él sacó de su pantalón ante nosotros una bolsa de las que usan para hacer hielo en Colombia, pero esta vez llena de polvo rosado, lo que ellos llaman tusi (2cb) y una cuchara en miniatura para inhalar. Julián inhaló con sus dos fosas nasales de la mano de este peculiar personaje, luego me ofreció y yo no accedí a inhalar de la mano de él. Al finalizar su ofrecimiento, este se presentó. Le ofrecí a nuestro nuevo amigo un trago e iniciamos una conversación donde yo solo buscaba averiguar más de él y para su sorpresa yo podía hablar español perfectamente.
Decía ser comerciante de productos varios en el día y al parecer traficante de drogas en la noche. Nos trajo un grupo de mujeres, una de ellas, de senos y trasero literalmente gigantes, cintura diminuta, pelo negro muy largo y liso, acento paisa y se hacia llamar la víbora. Como esta chica había muchas más. Me atrevo a decir que por cada hombre en la discoteca podrían haber dos o tres mujeres; y este personaje me ofreció los servicios de sus amigas, cobraba un millón de pesos. Ignoré por completo su oferta y el coqueteo de sus amigas.
Por otro lado, cuando ibas al baño, encontrabas grupos enteros de jóvenes inhalando. Subías el segundo piso y encontrabas la misma escena en el balcón alrededor del patio principal. En el patio principal era normal ver repetir la escena de jóvenes inhalando. Me enamoré de una niña y le pregunte a Julián su nombre, Leidy. Ella estaba cumpliendo esa noche dieciocho años y según mi amigo, se dedicaba a la prostitución. De hecho, era una de las más solicitadas.
Habíamos pasado tres horas en la discoteca y en esas horas solo se repetía la escena, tusi y hermosas señoritas dispuestas a hacerte pasar una noche especial. Julián me presentó a un hombre que no me pudo dar la mano sino hasta terminar de inhalar sus pases de polvo rosado con una mano y tomar champaña con la otra. Este era un hombre de acento extranjero, con una actitud vigilante y a la defensiva. Mi amigo me contó que era el dueño de la discoteca, era proveniente de Israel y se le considera el gurú de la fiesta en Cartagena.
De la nada, la policía llegó al lugar, subió al balcón del segundo piso y vigiló por unos minutos. Los meseros pasaban por las mesas, supongo que pedían apagar los porros de marihuana que ahumaban y olían por ahí. El policía dio su espalda y la fiesta siguió como si nada. En ese lugar podías observar como las personas en masas reían tomaban, inhalaban y tocaban a las señoritas quienes se volvían loca por ti si sacabas una bolsita de tusi.
Podías observar una mezcla de sociedades. Los jóvenes gastaban el dinero que sus papás les daban en las drogas y prostitutas que les ofrecían. Otras jovencitas bailaban al ritmo de la lujuria que les ofrecía la noche. Eran ya las cinco de la mañana y no podía más estar de pie bailando, me retiré a mi hotel sin Julián.
Desperté al medio día, revisé Snapchat y Julián me había enviado varios snaps a las 11:30 a.m. aún en la discoteca. Ya me habían dicho que ahí la rumba no para. Revisé la página de Facebook y pude notar que ofrecían una fiesta en su piscina que iniciaba en ese momento del mediodía. Obviamente es una estrategia para no cerrar y seguir la fiesta sin parar. Volví por curiosidad, pagué veinte mil pesos esta vez, entré y allá me encontré a Julián, quien estaba muy drogado y mentalmente confundido.
Me senté en la nueva mesa de Julián, ahí se encontraban varios personajes peculiares. Uno era un afamado cantante de champeta llamado y el otro, un popular presentador y animador de espectáculos. Este último fue coqueto conmigo, me preguntó de dónde venía y a quién conocía aquí. Una vez le dije que era amigo de Julián, me ofreció un trago y un pase de tusi. Julián me tomó de la mano, me jaló con él y un grupo de señoritas. Salimos de la disco, Julián tomó un taxi y todos se montaron excepto yo. Le pedí las llaves del carro a Julián, pagué y lo saqué del parqueadero, me dirigí a casa de Julián, dejé su carro y fui a descansar a mi hotel.
No volví a ver a Julián hasta el lunes por la tarde. Llegué a su casa y me ofreció un porro que había comprado en su universidad. Le pasé la cuenta del parqueo de su carro y me fui al hotel, debía viajar por la noche de regreso a Bogotá.
Con este relato quiero poner en evidencia el mundo que esconden lujosos lugares de Cartagena, bajo la magia de la noche que enamoran a jóvenes residentes, turistas y demás bajo los efectos de drogas y la belleza de las mujeres colombianas. Este mundo encantador de hermosas fotos en Instagram, personas populares que manejan la fiesta, mujeres hermosas que se decoran en su mayoría con bolsos firmados por Louis Vuitton, jóvenes que mezclan música con mucha energía, botellas hermosas de trago, atuendos firmados por Armani, Tommy, Hugo Boss y Gucci y no podemos olvidar el mágico color rosado del 2cb.
¿Qué pasa con la policía de Cartagena, en especial con la seccional encargada de Getsemaní que tiene sede en la iglesia de la trinidad y le tienen puesto en casas de familia negocios de tráfico de drogas a plena luz del día y al lado de colegios, hostales, restaurantes, a cuadras del consejo distrital, de secretarias distritales y demás?
¿Qué pasa con el control de estos establecimientos nocturnos que hacen literalmente lo que les da la gana y funcionan además como expendio de drogas y burdeles? ¿Qué pasa con las universidades como la de Julián que han permitido que en sus aulas se vendan drogas? ¿Qué pasa con las autoridades que no atienden este asunto? Nuestros jóvenes están siendo engañados por personas inescrupulosas que les venden escenarios donde el poder económico glorifica al individuo en términos de cuánta droga y mujeres tiene, qué trago tomas y cuál marca usas.
¿Qué entienden nuestros jóvenes por diversión hoy en día en el contexto colombiano? Veo las mismas dinámicas impuestas por Pablo Escobar y los carteles de Cali y el Norte del Valle.
La culpa no debe recaer directamente sobre vendedores de drogas, prostitutas, negociantes y demás, sino sobre nuestro Estado que ofrece un escenario futuro profesional que seguramente asusta a nuestros jóvenes, por lo tanto, estos prefieren vivir mundos que les ofrezcan alivio y no preocupación. Esta reflexión sugiere atacar estos escenarios mediante la reestructuración interna de las instituciones que entregan resultados provenientes de un proceso político interno viciado y desenfocado.
Más allá de un acercamiento a una sugerencia, quiero invitar a los jóvenes a que reflexionen de sus acciones y que sean conscientes que al consumir productos del microtráfico alimentan la violencia en Colombia e incluso en otros lugares del mundo, apoyan desde la corrupción y bandas criminales, grandes narcos hasta grupos terroristas.
Las drogas no son cuento de los más pobres, así como mi amigo Julián existen cientos de jóvenes que han caído en esta desgracia y han visto sus proyectos de vida desmoronarse ante la confusión y la adicción.
Fin de semana tras fin de semana se repiten diferentes narcofiestas en Cartagena y toda Colombia sin ninguna restricción. Discotecas con fachadas de clubes, desgracias con fachadas de fantasía.
Reflexionemos y accionemos. Esa no es la Cartagena que queremos, esa no es la Colombia que queremos, esos no son los jóvenes que necesitamos.
Jóvenes, no se dejen engañar por la magia de la rumba por las noches, hay vida más allá.