El Concurso Nacional de Cuentos de la Fundación La Cueva llega ya a su séptima convocatoria y ya es uno de los eventos literarios que más se referencia en el contexto del cuento colombiano.
Siete convocatorias que han tenido como respuestas en cada ocasión un número ciertamente extraordinario de concursantes, lo que habla elocuentemente, no sé si del deseo secreto o expreso de hacerse un escritor con una clara conciencia para dedicarse a este género, como un proyecto creativo serio; si es en razón de unas irrefrenables ganas de contar, porque hay necesidades urgentes y deseos, pulsiones colectivas, de contar la problematizada vida del país, a propósito de que muchos de los cuentos participantes están de alguna forma inscritos en historias atravesadas indefectiblemente por la violencia en alguna de sus múltiples manifestaciones. O si, tal vez, obedece al deseo, nada censurable, de alzarse con un premio en metálico que es muy posiblemente uno de los más jugosos de cuantos se entregan en nuestro país.
Las tres probables razones me parece que encajan claramente en una dinámica planteada entre literatura y realidad que no es ajena a los fenómenos del cuento colombiano y a los de un marco más general en el que se mueve el cuento hispanoamericano, siendo uno de los géneros que más literatura ha generado acerca de su historia, manifestaciones, contextos, características, estilos, corrientes, manuales, decálogos y tipologías, entre otros abordajes.
Alguien comentaba la asombrosa estadística que registraba la cifra de 1302 antologías de cuentos hispanoamericanos de acuerdo con un estudio realizado por el investigador norteamericano Daniel Balderston, un experto en Borges y profesor de literaturas hispánicas de la Universidad de Pittsburg, en un ensayo titulado El cuento latinoamericano: una guía anotada de antologías y crítica. Un volumen de información que nos informa a las claras sobre lo que puede considerarse como una tradición de la cultura literaria hispanoamericana.
En lo que a Colombia concierne, para la investigadora y crítica literaria colombiana Luz Mary Giraldo, en un ensayo titulado El Cuento Colombiano: un género renovado, dice que “debemos reconocer que aunque Colombia se ha distinguido como ‘Tierra de poetas’, al aproximarse la década del setenta, su literatura ha afianzado la conciencia de la escritura en el contar, relatar y narrar propios del cuento y de la novela. Desde diversas sensibilidades y tonos, centenares de novelas y cuentos se han abierto camino mediante experimentaciones verbales y estructurales, logrando renovaciones en las formas tradicionales y exploraciones en la multiplicidad temática y emocional que ofrece la vida cotidiana contemporánea. Así, se registran distintas tendencias en la producción y composición de cuento y novela de los últimos lustros, confirmando la coexistencia de narrativa epistolar, testimonial, histórica, fantástica, policíaca, de ciencia-ficción, hipertextual, de orden erótico, marginal y de inmigrantes, de tono paródico, escéptico y desencantado, entra otras, alimentadas por los imaginarios que ofrece la vida en la ciudad.”
Esas son las razones, parece decir la Giraldo, que determinan un nuevo contexto en la narrativa colombiana permitiéndole abordar nuevos paradigmas vitales y culturales en el seno de una nueva sensibilidad, la posmoderna, en la que se tornan otros los motivos del cuento, y lo urbano como cultura empieza a desplazar viejas visiones marcadas por los arquetipos costumbristas de lo rural y del lenguaje que lo hacían posible, para imprimirle al nuevo cuento nuevas determinantes que modifican su estética, su estructura y su lenguaje al tenor de las urgencias de la vida contemporánea.
El cuentista y crítico Guillermo Tedio
en una muy juiciosa reseña crítica de la antología
logra distinguir y glosar cinco momentos generacionales
La ciudad de Barranquilla, cerrando un poco más el círculo, ha tenido también sus cuentos con el cuento. El cuentista y crítico Guillermo Tedio en una muy juiciosa reseña crítica de la antología titulada 25 cuentos Barranquilleros, preparada y comentada por el también cuentista y novelista Ramón Illán Bacca, logra distinguir y glosar cinco momentos generacionales que sin duda constituyen un aporte sustancial a ese todo del cuento colombiano, especialmente con nombres como Eduardo Arango Piñeres y su libro Enero 25 y Álvaro Cepeda Samudio y su colección de Todos estábamos a la espera, que redefinen sin duda el género que venía cultivándose en el país. Pero, desde luego, antes estaban nombres como los de los maestros García-Herreros, José Felix Fuenmayor y Ramón Vinyes, con lo que, al decir de la profesora e investigadora Consuelo Posada, “se cumple uno de los objetivos enunciados en el prólogo: demostrar que el cuento en Barranquilla comienza muchos antes de García Márquez y de Cepeda Samudio”.
Y los nombres que luego vendrían, con Marvel Luz Moreno y Alberto Duque López, el propio Ramón Bacca, Ramón Molinares, Guillermo Tedio, Julio Olaciregui, Jaime Manrique Ardila, Miguel Falquez-Certain o Jaime Cabrera González.
Con eso se dibuja un cuadro en el que tiene plena justicia que sea esta ciudad la sede de un concurso de cuentos con la ambición que comporta este nuestro y, por supuesto, que sea La Cueva la que entonces lo promueva.