¡Hay que vestirse de héroes! ¡Hay que sacar la casta! ¡Hoy es vencer o morir! eran las frases hechas, reiteradas y aborrecibles que llenaban las estaciones de radio y de televisión. Estas expresiones predecibles y gastadas se reproducían entre taxistas, oficinistas, burócratas y entre los niños que a diario patean pelotas en parques y potreros y los que, como mis hijos, eternizan en los dibujos de sus cuadernos escolares, goles imposibles de Cuadrado o atajadas inverosímiles de Ospina, tachonados con el amarillo de nuestra Selección.
Fue quizá desde allí, desde uno de los bocetos donde los pelaos sueñan a través de sus lápices y colores, de donde vino el gol que nos puso a soñar con la tierra de Stalin, Bujarin y Zajárov. James, sí James, el joven criticado, el depositario de tantos odios de los aficionados que conciben el triunfo como posibilidad única y la derrota una aberración, detonó una pequeña explosión de su ingenio y con un lanzamiento que, versionado en un artilugio de hipnosis, dejó de ser una jugada de riesgo para transformarse en el esperado canto de gol.
Pedro Gallesse tendido en el suelo, James corriendo en busca de Falcao y Zapata fueron retratados por una veintena de cámaras a la vez. Gareca miró el reloj que parecía condensar en ese instante, el minuto cincuenta y cinco, el trabajo realizado durante meses para devolverle la ilusión a Perú. Los comentaristas devolvían cetro y corona al diez colombiano, algún narrador con nociones de historia comparó su gesta con las de Aristón El Espartano y Aníbal El Cartaginés.
El tiempo empezó a tasarse no en minutos sino en emociones contenidas. Brasil hacía la tarea y nos daba una mano con su victoria parcial sobre Chile. Perú, al parecer poseído por un espíritu Trotskista, se resistía a renunciar a su propia revolución contra treinta y cinco años de exilio de un mundial y decidió aventurar un cobro; el juez indicó doble jugada pero los Incas optaron por tiro directo, validado por James y Ospina con su intervención en “la trayectoria del esférico”, según explicaba Fernández Bonet.
No había lugar a reclamos, ni a tecnicismos. Tocó de nuevo ponerse el traje de ruso; sí, las botas de trabajador de obra para interceptar, para destruir el juego ajeno, para hacer doblajes, solidarizarse con el compañero para marcar. James, como lo había hecho durante el primer tiempo, echó mano al coraje y se juntó con el inquebrantable Falcao y los dos sacaron su casta de futbol barriobajero, el que se juega en callejuelas y potreros, una fórmula que viene en dosis de hombría, que escasea en el fútbol moderno, una sustancia que se fermenta con las derrotas y las caídas.
Se agotaba el tiempo y Perú presionaba. Había que buscar un acuerdo y quizá Falcao así lo supo interpretar. Con el empate Colombia estaba adentro y los peruanos, solamente tendrían que hacer una escala con la débil Nueva Zelanda. Radamel dejó entonces la elocuencia de sus gambetas para llevar su inteligencia a la diplomacia. Recorrió la cancha con sigilo y abordó a Tapia, se llevó la mano a la boca para no ser cazado por las cámaras y le habló a Ramos, luego parló también a Araujo con una discreción y solvencia que aparentemente los convenció.
Guerrero, el obstinado guerrero peruano se acercó al asistente del técnico Gareca que, al fondo apuró un sorbo de agua de su botellita para mitigar la desesperación. Se agotaron los instantes pre morten del juego. Al parecer se firmó el tácito acuerdo, Radamel y Paolo se miraron como mariscales en el epílogo de una batalla; peruanos y colombianos entendimos que en el campo de toda contienda se necesitan soldados de trinchera y por supuesto quien tenga la suspicacia y la vocación convertirse en canciller.