Si se llegare a proponer la elaboración de una detallada y minuciosa lista de actos o prácticas de corrupción persistentes en Colombia, de seguro que sería un inventario inmarcesible que denotaría el inextinguible fenómeno; habitual, universal y característico propio no solo de la política, sino de la predisposición social generalizada, a incluirlo en la cultura y comportamiento conductual colectivo, con grave afectación a los códigos innominados de moral y ética de los ciudadanos.
¿Realmente, qué está pasando en el país? No es más que la desidia progresiva y abandono de los valores tradicionales de los que la lealtad, obediencia y respeto, eran prioritarios en el comportamiento grupal, dejando espacio para que se infiltren la codicia y el egocentrismo, como puntales del desempeño funcional de los elegidos o responsables sociales.
Una vez que se determina un hecho de corrupción se pone en entredicho la real eficacia y funcionalidad de los organismos de control y aun del mismo sistema judicial, cuestionando las actuaciones dentro del concepto de prevención o real persecución punitiva, que castigue al corrupto, y batalle activamente desde el cimiento social con el problema.
Nada contradice ante los escandalosos hallazgos puestos en juicio por el organismo acusatorio o los cuestionados de control que son los individuos de estrato alto y medio-alto los más grandes concesionarios de la corrupción, en antítesis de la percepción de criminalidad subsistida en los estratos inferiores, nacida de esas obstrucciones en el atajo a mejores oportunidades socio-económicas, al final las mediciones sobre la punibilidad impuesta, revelará abiertamente la parodia ilustrativa que la ley es para los de ruana.
La opinión pública se encuentra inmersa hoy día en recrear su morbo por enterarse de las ultimas crónicas sobre los corruptos y sus procesos mediáticos, y así satisfacerse en el chismorreo y la comidilla trivial en ese afán por regocijarse en el descrédito propio de quienes en su impulso codicioso olvidan y menosprecian el daño que causan a sus hijos, esposa, familiares incluso al mismo grupo social de su ascendencia, independiente del detrimento a las instituciones estatales o particulares como es el caso puntual del sistema judicial desde su más prominente ateneo, al particular, del engaño y fraude familiar o societario.
La injusticia formalizada como activo social contribuye a que la misma comunidad rechace indiferentemente y de manera mínima al señalado corrupto, aupándole para que públicamente ostente de sus riquezas, alterando los factores que instituyen la base moral y le permiten con ello, al corrompido funcionario o particular, acceder más fácilmente a conductos que le proporcionan riqueza fácil y de manera rápida.
Pero trasciende el desparpajo del corrupto, más allá del mismo ambiente que puebla la opinión pública alimentada por la reprobación que amonesta no solo por la corrupción y la criminalidad, sino porque con tales actos se está violentando e irrespetando los derechos humanos fundamentales de cada persona que forma parte de esa agrupación organizada y normatizada bajo la sinonimia de Estado social de Derecho.
Existe una particular dependencia entre corrupción y democracia por la facilidad de centralización y disposición de los recursos en las manos de unos pocos que desfiguran el interés general en pro de intereses particulares, generando contrataciones direccionadas y amañadas, negociaciones perniciosas, aumento de costos y minando la confianza de los ciudadanos en las mismas instituciones para deslegitimar la función del Estado.
Se requiere que el ciudadano entienda y actúe contra la corrupción con manifiesto rechazo y apoyo a las autoridades en su función de sancionar ejemplarmente y prevenir desde ámbitos didácticos en todos los ambientes tanto socioeconómicos como los campos educacionales, de salud, empresariales incluso de religiosidad y espiritualidad. Si no se pelea para aniquilar la corrupción, se acabará por formar parte de tal podredumbre.