“La paz absoluta, perfecta, la paz de los cementerios en terminología de Kant, probablemente nunca ha existido ni exista. Se debe tener un concepto de paz más amplio, de regulación, gestión, transformación y resolución cotidiana de conflicto” dijo Francisco Jiménez Bautista de la Universidad de Granada.
Cincuenta años de crueldad. Después de intensos diálogos entre el Estado, los movimientos sociales, la guerrilla y las colectividades partidistas, los colombianos ensayamos la paz, tanto que la Constitución Política fundada en los anhelos del M-19, el Quintín Lame, el Partido Revolucionario de los Trabajadores, una fracción del Ejército Popular de Liberación (E.P.L.) y la iglesia inspiraron a los constituyentes de 1991 para que la carta precisara:
“La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Expresamos con Gandhi:
“No hay camino para la paz, la paz es el camino”.
Con Estanislao Zuleta dijimos:
“Para combatir la guerra con una posibilidad remota pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos.
La erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivencia no es una meta alcanzable, ni deseable; ni en la vida personal – en el amor y la amistad –, ni en la vida colectiva.
Es preciso, por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo”.
En una sociedad estructurada sobre relaciones de dominación no era fácil. Se admitió que había conflicto armado interno. El cardenal Pedro Rubiano Sáenz, Monseñor Samuel Silverio Buitrago, Monseñor Alberto Giraldo Jaramillo, Virgilio Barco Vargas, Rafael Pardo Rueda, Ricardo Santa María, Cesar Negret Mosquera, Henry Caballero Bula, Alfonso Peña Chepe, Pablo Tatay y el Gral. Bonnet Locarno desempeñaron una acción inestimable.
Enorme asignatura de paz, que inicialmente tramitamos con la coordinadora guerrillera Simón Bolívar, sobre cuya memoria quedó el cadáver de Carlos Pizarro Leongómez.
El coloso de la paz nos dijo:
“La paz es una de las más grandes preocupaciones del pueblo colombiano, somos fundacionalmente un país de pactos, estipulaciones, alianzas y tratados; nuestra vida está tejida por guerras, las constituciones tienen hojas escritas con sangre pero por encima de ello la paz es una utopía irreversible, tanto que tengo la certidumbre moral que el precio de hacer la paz es mi muerte y teniendo esa certeza no me niego, claro que quiero la vida, patria es amor y la ofrenda será mi sacrificio”.
Hoy repaso sus frases con dolor de nación, pronunciadas en las montañas de la Estrella, Corinto, Cauca, mientras con el comandante Raúl, Fabio Alejandro Mariño, Gricerio Perdomo y Guillermo Yalanda, sentíamos que el país se despeñaba. Fueron premonitorias.
Se reivindicó el derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los derechos humanos.
Es evidente que coexistir con los conflictos no significa aceptarlos, eludir su naturaleza opresora o aceptar rendirnos.
Como generadores de contradicciones los conflictos son dialécticos, por esa misma racionalidad filosófica los marxistas los observan desde una perspectiva histórica social y las vertientes económicas liberales como un problema de poder que admiten las reglas de la democracia para solucionarlos.
La violencia institucional, que altera sensiblemente las relaciones de fraternidad, victimiza especialmente a la mujer, depreda la naturaleza, les otorga futuros agónicos a los jóvenes y trabajadores y a los agricultores pobres los inclina al abandono.
¿Acaso la guerra no es la forma más brutal de la violencia con uniforme? El silencio de los fusiles del Estado, las FARC y el ELN cierra ese capítulo sangriento. Juan Manuel Santos su artífice.
La guerra no es un festejo, si la aceptamos como una celebración para enterrar a nuestros hermanos, realizar orgias de sangre, enmascarar la tragedia con racionalidades políticas y asistir al macabro espectáculo de la muerte en nombre de la libertad, estamos perdidos.
La misma colombianidad que ha inventado la guerra ha trazado la paz, para que haya cultura de paz y educación, como lo expresa en su libro Julián Fernández.
Creemos que la institucionalidad ha obrado como agente idóneo de la desigualdad social y económica, la degradación minero ambiental, la penetración descontrolada de la globalización económica y el desaire a los desplazados que, de no conjurarse, provocarían un estallido.
El derecho a la paz sintetiza todos los derechos humanos, que el Estado colombiano aún no ha podido afirmarlos y permanecen como una simple tentativa. Soy militante de la convivencia. De la paz no me desmovilizo. Hasta pronto.
Posdata: Con Thiago de Mello repetimos: “Queda permitido a cualquier persona, a cualquier hora de la vida, el uso del traje blanco”.