Se caló las gafas con tranquilidad para leer el periódico. Los guacharos sonaban a amanecer. Dos titulares y dio un respingo. Releyó. “¿¡Que es esta mierda¡?” dijo el viejo escupiendo al suelo. “¡Como me van a comparar son este h.p.¡”, dijo, mientras secaba su frente con su toalla eterna. Su tono pausado y montañero no alcanzaba para ocultar su indignación. Sintió como se le paraban los pelos del cogote y una ligera ceguera en su ojo izquierdo, un pequeño rastro de histeria que lo acompañó toda su vida.
Tronó los dedos con la suficiencia de quien manda sin límites y al instante su secretario, diligente, fiel y temeroso, estuvo a su lado. “¿Qué ordena, comandante?” “La radio, joven”. Ya sus ojos eran un brillo mortal. Dictó de inmediato su respuesta oficial. Palabras contadas, medidas, sopesadas, eran disparadas, dejando ver su fastidio con esta recua de infelices que se creían en el derecho de compararlo a él, a Manuel, con el infeliz de turno en la silla de Bolívar. Y es que hubiera sido con otro, pero ¡¡con este bandido¡¡
Le vinieron a la mente los tiempos de Marquetalia, de sus marranos y gallinas robadas o bombardeados, del monte adentro que les tocó correr. Hizo una lista de todas las caras sonrientes y seguras de si mismas que habían desfilado por la prensa con la regularidad de esa dizque democracia que cada cuatro años subía a otro monigote, que prometía, juraba y rejuraba que los iba a acabar como moscas, partida de so-terroristas, barbudos, cuatreros, narcotraficantes o cuanta cosa. Últimamente les había dado por decir, en una especie de irónica historia que se mordía la cola, que habían perdido los ideales, lo cual indicaba a las claras que sí sabían que los habían tenido alguna vez... pero igual, siempre, sin excepción, habían buscado su exterminio o rendición.
Y bueno, estos eran otros tiempos. Estaban torcidos, había que reconocerlo, pero no menos que esos, esos... en fin.
La muchachita que servía en la cocina tarareaba una canción de un pelao paisa que se había ganado esa mañana un poco de premios donde los gringos. Pensó por un momento mandarla apagar la radio, por contrarrevolucionaria. Se lo pensó, pero ya el olor del café campesino estaba en su nariz y la furia era solo una molestia ligera ante la fragancia antigua, que le recordaba a su mamá cuando era un chiquito de pantalones cortos.
Ah¡ “los pelaos, ¡que vaina la vida¡” Un sorbo en la boca le alcanzó para moverle una montaña de recuerdos. “A estas alturas ya todo se vuelve nostalgia” se quejó consigo mismo. El olor de la pólvora, los fusiles ensangrentados, el sudor de la montaña interminable, el miedo raizal que lo inundaba en sus tiempos de miliciano se le metían por entre las rendijas de la cabeza. Y de nuevo esa sensación que escondía desde hacía unos meses... las caras de los que se fueron, de los que murieron a sus pies, por su mano o por la de los otros. La muerte, la pavorosa muerte que lo seguía como un perro flaco.
Espantó las gallinas que le picoteaban en los pies las migas del pan del desayuno y su alboroto lo puso de nuevo al mundo. Mientras se alejaban escuchó de lejos en la radio de la cocina al señor Presidente de la República del Sagrado Corazón. Palideció al escuchar casi calcadas sus palabras, en boca del monigote, de tono pausado y montañero que no alcanzaba para ocultar su indignación.
Bucaramanga, septiembre 2003
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