La primera altisonancia que tuve en mi vida del nombre "Universidad Nacional" fue en 1970, cuando cursando el cuarto de bachillerato supe por los periódicos que el líder estudiantil de esa Universidad, Marcelo Torres, había sido detenido. Era la época del auge del movimiento estudiantil, y la detención de ese muchacho magangueleño, aspirante a Sociólogo, provocó un cúmulo de movilizaciones en todo el país exigiendo su inmediata liberación, y el colegio Nacional José Eusebio Caro, donde yo estudiaba, no fue la excepción. Qué lejos estábamos de aquel grotesco letrero donde quince años después se promocionaba, para las elecciones llamadas “de mitaca”, una fórmula indecente e impensable: "Vote al senado por Hernando Durán Dussán, y a la cámara por Marcelo Torres". ¡Las vueltas que da la vida!
Aterricé en la Universidad Nacional un 4 de febrero de 1975, tras haber iniciado, en mi natal Barranquilla, estudios de Licenciatura en Física y Matemáticas, los cuales abandoné casi enseguida por la insatisfacción que me dejó el ambiente rural con que se había impregnado la Universidad del Atlántico por cuenta de la iniciativa del entonces rector, José Cosuegra Higgins, de que todo el que deseara ingresar a dicho claustro lo podía hacer sin que importara el nivel académico que tuviera.
Aunque no ingresé a la Universidad Nacional sino a mitad de 1976, que se volvió febrero de 1977 por cuenta de un cierre que abarcó todo un semestre, fui testigo ocasional de un episodio que desamparó mi juicio: los estudiantes presionaron la salida de su rector: un hombre sabio y probo, civilista y sensato que malquería de todo tipo de dogmas: Luis Carlos Pérez, penalista de carrera, progresista y civilista liberal con notoria inclinación a la izquierda. Fue por ello que nunca entendí que los estudiantes le quitaran el respaldo, ya que el presidente de entonces, Alfonso López Michelsen lo había escogido en reemplazo de una joyita llamada Luis Duque Gómez, de quien no hay que recordar la gestión realizada más que por el apelativo con el que siempre se le conoció: el rector policía.
Fue mi ingreso a un mundo fascinante, a un mundo de permanentes aciertos y desaciertos, pero por ello mismo a una verdadera escuela de pensamiento.
Cuando en mi hogar ha habido la ocasión de debatir sobre la verdadera valía de la Universidad Nacional, sobre todo tras la publicación del ranking de las universidades colombianas, donde unas veces aparece en el primer lugar la Nacional y en otras la de los Andes, me pongo bien pesado, tanto con mi esposa como con mis dos hijos, egresados todos ellos de la Universidad del Norte, que como sabemos es muy próxima en personalidad a la Universidad de los Andes, y bien lejana a la Nacional; y aunque en el fondo se trata de un sano ejercicio dialéctico, son debates fogosos donde toca argumentar con finura. Mi pesadez tiene que ver con el hecho de que mi diagnóstico sobre cuál de las dos universidades es la mejor de Colombia empieza por señalar tres características por las cuales la Universidad de los Andes sucumbe y la Nacional resplandece.
La primera de ellas es su campus, un inmenso bosque donde los edificios están tan esparcidos —qué generoso diseño, qué envidiable época que concibió así ese templo consagrado a gustar de todos los pecados, sobre todo el del conocimiento— que a menudo se requieren más de veinte minutos caminando a toda prisa para cambiar de salón, en contraste con el amontonamiento de edificios dentro de un área sumamente pequeña que es el campus de la Universidad de los Andes (¡Uno a cero! Celebro así mi “fechoría”.). La segunda característica tiene que ver con el uso que los estudiantes le dan a la cafetería; en el caso de la Universidad Nacional, a las múltiples cafeterías, ya que existe una en cada Facultad. Y en cambio de lo que ocurre con la gran mayoría de las universidades colombianas, donde las cafeterías son utilizadas por los estudiantes para hacer tareas, en la Universidad Nacional quien así proceda es un pobre despistado, porque allí a las cafeterías se les ha asignado otro rol: el de ser, por excelencia, el lugar de encuentro para debatir los asuntos más apremiantes de la realidad nacional, tanto de carácter político, como cultural y científico, claro está, mientras se degustan chucherías y se sorbe un buen café.
La tercera característica es su inalterable vocación de librepensamiento; y aquí sí que me pongo serio. No creo que pueda existir una aberración más escandalosa que una academia vigilada, sobre todo si la propia comunidad universitaria la asume como algo normal, e incluso deseable. De esa academia vigilada se desprende una aberración mayor, a saber, que los funcionarios le dictan a los académicos las directrices de su investigación, e incluso de sus intereses investigativos. Y que se me entienda bien: no se trata de que la academia y la investigación anden sueltas de madrina, sino de que se le dé acogida a su razón de ser, que no es otra que la de ensayar rutas no exploradas surgidas de las propias entrañas de la interpelación que los problemas le hacen permanentemente a quienes han adquirido la rutina de investigar.
Es esta la razón por la que a ratos la Universidad Nacional se enfrenta en batalla desigual a Colciencias, cosa que sería impensable dentro de la Universidad de los Andes. Y es también esta la razón por la que el modelo de la Universidad de los Andes ha sido replicado por muchas de las universidades privadas (sin que ello quiera decir que también ellas lo han gozado), ya que se trata de un modelo sumamente exitoso, modelo que, ¡vaya, paradoja!, se caracteriza ante todo por el desprecio del librepensamiento, al que tiene por un intruso indeseable que envenena todo lo que toca. Ejemplo de ello es la echada por la puerta de atrás de librepensadores que cualquier otro centro de estudios decente del mundo se hubiera peleado por tener, como Salomón Kalmanovitz, Rubén Jaramillo Vélez, y recientemente Carolina Sanín; y como le decía don Quijote a Sancho, "desta verdad (sobre barbaridades de tal índole) te pudiera traer tantos ejemplos que te cansaran".
En esto, y hay que decirlo con todas las letras, el modelo de los Andes está rezagado al menos en doscientos treinta y seis años, que fue cuando el más grande exponente del modo de pensar moderno plasmó en su Crítica de la razón pura la exigencia venida de todo talante que haya alcanzado la mayoría de edad intelectual, conocida también bajo el rótulo de Ilustración. Hela aquí: “Nuestra época es, de modo especial, la de la crítica. Todo ha de someterse a ella. Pero la religión y la legislación pretender de ordinario escapar a la misma. La primera a causa de su santidad y la segunda a causa de su majestad. Sin embargo, al hacerlo despiertan contra sí mismas sospechas justificadas y no pueden exigir un respeto sincero, respeto que la razón sólo concede a lo que es capaz de resistir un examen público y libre”.
Al conmemorarse los ciento cincuenta años de la Universidad Nacional, revolotean dentro de mi ánimo un cúmulo de paisajes y de episodios que viví durante los nueve y medio años de mi estancia, siete de ellos estudiando, y dos y medio impregnándome de su ambiente mientras me decidía si estudiaba ingeniería o filosofía. Los enumero aquí tal y como se apiñan a la puerta de mi memoria riñendo por desvestirse del olvido que los aprisiona.
El primero de ellos asoma trepado en el Leon de Greiff, el confortable auditorio premiado en 1973 con el premio nacional de arquitectura; y quien provocó la estampida que hizo que las paredes de vidrio que lo cubrían externamente se desmigajaran por completo no fue Johnny y su banda, sino el físico nuclear argentino que, refugiado en la literatura, imaginó así el inicio de su creación más celebrada: «Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne». Y como era de esperarse, los recién instalados repuestos se desmigajaron con más estropicio cuando le tocó el turno a Jorge Luis Borges acompañado de María Kodama. Con la siguiente celebridad que se trepó en el auditorio me sorprendí en extremo, pues se trataba de alguien que yo daba por fallecido hacía un siglo; pero cuando José Ferrater Mora se dirigió a nosotros ese 11 de abril de 1978 para hablarnos de La hispanidad y su raigambre en América Latina, contaba apenas con sesenta y seis años. Debo confesar, no con cierto rubor, que me encontraba disfrutando de un buen sol en el jardín de Freud cuando el cachaco Condorito, compañero de estudios en ese entonces y hoy flamante Ph.D de la Universidad de Heidelberg y profesor distinguido de nuestra alma máter me gritó mientras se dirigía afanado al Leon de Greiff: «¿no vas a escuchar a Gadamer?»; y yo le respondí con una pregunta imperdonable, pues era 1980, y Verdad y método, la obra filosófica más importante de la segunda mitad del siglo veinte llevaba ya cinco años de estar publicada: «¿y quién es ese man?», y a diferencia de Alejandro Magno con Diógenes el cínico, Condorito no dio para quitarme de mi sol.
Mientras digo todo esto se desviste un episodio sumamente estelar: el que señala al verdugo de la des-nacionalización y consecuente bogotanización de nuestra querida alma máter: Marco Palacio Rozo, quien aceptó reemplazar en la rectoría al médico humanista Fernando Sánchez Torres a condición de que Belisario Betancourt le otorgara licencia para cerrar durante un año la Universidad Nacional y convertirla en la Universidad de Bogotá. Y lo hizo mediante la fórmula de cerrar para siempre las residencias universitarias y las cafeterías Vieja y Central, que era lo que le daba el carácter de nacional a la Universidad, impidiendo desde entonces que dejara ya de ser una realidad que de cualquier recóndita vereda del territorio nacional llegara un aldeano testarudo a hacerse médico, geólogo, escultor o pianista. Es bien conocida la ruda frase con la que este integrante del clan de los sabios ungidos por Gaviria aterrizó al filósofo habermasiano Guillermo Hoyos, notable representante de los profesores ante el Consejo Superior, cuando éste se alarmó por el tamaño del desmán que Palacio Rozo iba a llevar a cabo: «Doctor Hoyos, ya usted fracasó, ahora déjeme fracasar a mí».
Pero hay que ser justos. Palacio Rozo encontró un terreno suficientemente abonado para trasquilar el alma máter tras los incidentes que surgieron con la toma de las residencias universitarias el año 1982 bajo el lema «dos mil seiscientas soluciones de vivienda sin cuota inicial» que los ocupantes le remitimos al presidente Betancourt. A partir de ese momento hubo de todo y de todo tipo: reagrupamiento del movimiento estudiantil, torneos deportivos entre colonias (valluna, tolimense, costeña, e.t.c.), peñas con canelazo incluido, surtidas imprudencias, como el descuartizamiento de una vaca birlada de la Facultad de Veterinaria para ambientar con un asado una nutrida fogata, amancebamientos in crescendo, serenatas a altas horas de la noche, ruidosas partidas de dominó con la respectiva protesta de quienes a esa hora preparaban sus parciales, refugio a guerrilleros, jíbaros y marginales de amplio espectro bajo la consideración de que, «como en la noche todos los gatos son pardos», la revolución y los marginales comparten el mismo afán. Y fue precisamente este último condimento el que espesó la negra noche que se veía venir para nuestra linda y querida Universidad Nacional. Con asombrosa premonición, quien más sufría este desbordamiento de una mal entendida prodigalidad (ya lo había dicho sabiamente Maquiavelo: "hay que ser liberal con los muchos y tacaño con los pocos, pues mientras lo eres pierdes la capacidad de seguir siéndolo, y te haces o pobre o rapaz"), fue nuestro rector, Fernando Sánchez Torres, quien en un comunicado del 27 de marzo de 1983, (lo tengo ahora entre manos todo amarillento, pero aún se deja leer) advirtió: “Para mañana miércoles se anuncian nuevos actos de agitación y violencia, a cargo, por supuesto, del grupillo de insensatos que con terquedad extrema se ha propuesto inmolar la Universidad Nacional en aras de oscuros intereses, al amparo del fuero que la costumbre, más no la ley, ha otorgado al recinto universitario […] es deber del rector advertir que hemos sido colocados al borde del abismo y que sólo basta un soplo más de violencia para que seamos lanzados al vacío […] veríamos con dolor que a la inmensa mayoría del estudiantado se les negara la oportunidad de realizarse en el mejor centro de educación superior del país, además, creativo, democrático e inquisitivo […] Jóvenes estudiantes, vehementemente los invito a que se sumen con decisión y firmeza al esfuerzo que las directivas hemos venido haciendo para defenderlo de aquellos que, sin tenerle ningún afecto, medran a la sombra de su grandeza”. Pero lo dejamos solo, con su dolor de ‘patria’ y su mal presagio, y el dieciséis de mayo del siguiente año los motorizados de la policía llevaron a cabo una matanza que nunca ha tenido explicación ni castigo.
Entre tanto yo me gradué el 22 de junio sin amigos, sin parientes y sin curiosos que me felicitaran, pues la Universidad estaba cerrada. Arriba, en una cálida oficina del piso once de la torre administrativa el dictador calculaba añadir a la larga cadena de desmanes que la lanzaron al vacío, uno que la posteridad le reconociera como originalmente suyo y el más significativo (qué sabio que era Platón, «a la democracia exagerada le seguirá siempre la tiranía», enseñaba). Cuando me dirigí desde el auditorio central hasta la avenida veintiséis para tomar la buseta Ruta 136: Restrepo-Olaya-Avenida Primero de mayo, llovía un poco pero no hacía mucho frío. No puedo recordar qué pensamientos me sobrevinieron mientras arropaba el diploma con mi abrigo para que no se malograra, pero sí sé cuáles me sobrevienen cuando realizo el mismo recorrido desde la mesa donde ahora escribo estas notas: veo a Rafael Carrillo Lúquez dedicándole su Ambiente axiológico de la teoría pura del derecho de Hans Kelsen a una agraciada jovencita bogotana; a Jouzas Zaranka intercambiando sarcasmos con Ramón Pérez Mantilla; a Pedro Lafont Pianeta, Eduardo Umaña Luna, Antonio García, Gerardo Molina, Elkin Patarroyo, Gustavo Montejo, Carlos Federicci, Yu Takeuchi, Ernesto Guhl, Emilio Yunis, Chucho Bejarano, Darío Meza, Orlando Fals Borda, Howard Rochester, Guillermo Páramo, Carlos Vasco, Antanas Mockus, Carlos Patiño Roselli, Juan Gómez, Abel López, Virginia Gutiérrez de Pineda, José Agustín Blanco, Manuel Torregrosa Castro, yendo de aquí para allá y de allá para acá, abriendo surcos donde arrojar las semillas de sus afanes académicos, que bien lejos se encontraban de la cienciometría, de los redentores de Colciencias y de los puntos ofrecidos por el decreto 1279, pincelando el rostro que le dio su sello más distintivo a nuestra Universidad Nacional, linda y querida: la de ser creativa, democrática e inquisitiva.
Y mientras espero con desdén el ‘vuelto’ que el chofer de la buseta no parece tener muchas ganas de entregarme, me agacho para lanzar una última mirada a las desocupadas residencias y me conmuevo enormemente, pero ahora desde la mesa donde cierro esta nota, al ver al estudiante de sexto semestre de música, Jaime Torres, suplicando que le ayudaran a bajar del cuarto piso de las residencias Uriel Gutiérrez el enorme piano de cola, que por culpa de Tchaikovski se le olvidó hacer antes de que llegaran los motorizados.