Los últimos días se han caracterizado por la polémica en torno al Acuerdo Final. No se trata de su contenido, sino de algo más importante, su implementación real. El país y la comunidad internacional son testigos de cómo lo pactado entre el gobierno nacional y las Farc-EP, un verdadero tratado de paz que puso fin al más largo conflicto armado de nuestro continente, se atasca y enreda en materia del cumplimiento estatal.
La paz y la reconciliación cuentan con peligrosos enemigos. En las Farc se interpretó siempre la confrontación como el resultado de la primacía en la conducción del Estado, de las fuerzas contrarias al diálogo y al tratamiento político de los problemas. Haber conseguido la firma del Acuerdo Final representó la victoria de unas concepciones distintas, la materialización de un bloque que dijo no más a la guerra.
La polarización del país no es otra cosa que la resistencia obcecada de las posiciones que no entienden sino de la imposición y la violencia. En el escenario internacional la consecución de la paz dialogada en Colombia es considerada un gran ejemplo. Por encima de las posturas apasionadas, el otorgamiento del Premio Nobel al presidente Santos así lo certifica. Solo aquí, por cuenta de la irracionalidad de los odios, la paz constituye una afrenta.
Es considerable el número de prisioneros de Farc. Si nos atenemos a la letra y el espíritu del Acuerdo Final, de la ley de amnistía, sus decretos reglamentarios y demás disposiciones, ni uno solo de ellos debería hallarse tras las rejas. Una maraña de pretextos que van desde la Oficina del Alto Comisionado de Paz a los jueces de ejecución de penas insisten en hacer letra muerta lo acordado en La Habana.
Una maraña de pretextos que van
desde la Oficina del Alto Comisionado de Paz a los jueces de ejecución de penas
insisten en hacer letra muerta lo acordado en La Habana
Casos como el de Roberto Sepúlveda Muñoz, fallecido la semana pasada como consecuencia de una larga enfermedad descuidada por sus carceleros del Barne, el de José Ángel Parra, gravemente enfermo en La Picota, o el del Negro Antonio que padece de afecciones serias en Cómbita, únicamente pueden explicarse por la persistencia de los rencores en ciertos administradores de justicia, que priman incluso sobre las propias leyes.
Semejantes resistencias representan mucho más que la terquedad de unos cuantos individuos enquistados en el Estado. Son la expresión de una política que pervive en todos los escenarios de la vida nacional. Esa que se manifiesta en la oposición de importantes sectores a que las circunscripciones especiales de paz permitan el acceso real al poder legislativo, de las regiones y comunidades históricamente excluidas.
Esa política que azuza el fiscal Martínez, según la cual el conflicto colombiano solo es imputable a las Farc y únicamente puede dar origen a investigaciones y sanciones penales para estas, con una indiferencia escandalosa hacia las miles de masacres y los millones de desplazados por el paramilitarismo, del mismo modo que hacia el masivo enriquecimiento ilícito empresarial derivado del despojo violento y hacia las víctimas de la violencia estatal en campos y ciudades.
La política que azuza el fiscal Martínez,
antes que ayudar a la reincorporación de la insurgencia,
pone trabas a cualquier posibilidad de interpretar los acuerdos en su beneficio
Esa política que antes que ayudar a la reincorporación económica, social y cultural de la insurgencia que ha dejado sus armas, se empeña en dificultar y poner toda clase de trabas a ccualquier posibilidad de interpretar los acuerdos en su beneficio. La salud de los excombatientes, la posibilidad real de iniciar labores y proyectos productivos, el giro de los auxilios básicos para su sobrevivencia, todo parece entrabarse para que nunca llegue.
No se trata, como pudiera pensarse a la ligera, de un incumplimiento a las Farc por parte del Establecimiento. Se trata de un incumplimiento al país. El Acuerdo Final comienza por un punto sobre tierras y sigue luego con otro sobre apertura y participación democrática. El primero de ellos es complementado con el acuerdo en materia de cultivos ilícitos y contra la corrupción. Luego viene el sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición.
La idea central del acuerdo final fue parar la guerra y desaparecer la violencia del escenario de la política colombiana. Como consecuencia de ello habría de florecer una ampliación democrática en todos los espacios de la vida nacional. Un enorme caudal de fuerzas le apostó y sigue creyendo en eso. Que no se equivoquen quienes piensan que con sus maniobras politiqueras, electoreras o leguleyas van a aplastar esa imparable aspiración colombiana.
La política no se hace ni se define en un día, es un proceso continuo en movimiento. Colombia atravesó por muchas décadas de violencia hasta construir el acuerdo de paz, y ese poderoso acumulado político late en el corazón de la patria. Hemos abierto un camino hacia un país decente, y ya nadie podrá nunca cerrarlo. Es la hora de la movilización nacional contra el odio y por la paz. Aquí ninguno está vencido.
La lucha incesante es patrimonio de los pueblos, y en cada momento y situación estos encuentran cómo hacerla. La paz triunfará.