A lo largo de la historia de los pobladores del territorio colombiano ha sido recurrente la aparición de líderes y amos; voceros autoproclamados que amparados en el discurso de la defensa de los débiles mediante la exposición lisonjera de promesas fantásticas han vivido en procacidad alimentados por la esperanza pura de los sometidos.
La necesidad de representar tangiblemente el poder debería estar orientada a la gerencia para el cumplimiento de las voluntades de quienes desean delegar la autoridad. Sin embargo, suele ocurrir que los empoderados de nuestra narración aluden a la incapacidad de asumir responsabilidad de los representados para desconocer dicha obligación propia de la razón de sus posiciones, dando como resultado la carencia de pertenencia de los electores frente a los problemas, un mecanismo de comodidad indolente asombrosa ante quienes aprecian el valor de un modelo participativo.
Es a esta altura donde todo lo escrito anteriormente resume la razón de la existencia de las seudo-democracias en América Latina.
Por definición, el pueblo hace uso de la garantía de participación en la toma de decisiones de una nación que le confiere el modelo de orden social evocado; siendo los servidores llamados "ministros" simplemente sus representantes, nombrados para la veeduría y ejecución de las voluntades acordadas cual testamento en calidad de acto jurídico sagrado.
De repente se dibuja una verdad contundente y deducible: la ejecución y veeduría de las voluntades del pueblo deben cuidar los intereses del mismo como heredero, con la acotación de que el cumplimiento es ajeno al rostro de los para tales fines son elegidos.
¿Por qué, entonces, quienes toman las sillas de las primeras magistraturas olvidan el peso de sus juramentos cuando, con la mano sobre la sagrada escritura hacen un pacto para la protección del interés social y el propio? Es porque no existen dichas voluntades, no hay testamento, no hay unidad. Por tanto, es atrevido, pero necesario ante la inexistencia de consenso, proclamar aproximaciones a mejoras en calidad y sostenibilidad de la vida —en el mejor de los casos—, o de forma inverosímil, la apelación al recurso más corrosivo de la confianza: la mentira.
Y así siguen nuestros pueblos: por la carencia de unidad, seguimos en la búsqueda desesperada de un rostro inexistente, porque la democracia solo existe cuando quienes componemos la sociedad tomamos a título propio todo lo que tenga relación con el bienestar colectivo.