El próximo 1 de octubre, la ciudadanía catalana saldrá a las calles a votar un referendo para decidir sobre su independencia del Estado español. Mucho se ha dicho en los medios oficiales sobre el “reto del separatismo” y el carácter ilegal de la consulta popular, pero poco se ha profundizado sobre las causas históricas y los propósitos que animan este proceso soberanista.
Catalunya (sí, con ny) es la comunidad autónoma más rica y poderosa de España, aporta más del 18% del PIB y tiene uno de los ingresos per cápita más altos del país, estimado en 26.000 euros anuales. En otras palabras, su permanencia garantiza que España siga siendo una potencia económica mundial y no pase a ser un país más del tercer mundo. La oposición acérrima y torpe que el gobierno de Madrid ha ejercido contra el proceso soberanista, recuerda la miopía con que el rey Fernando VII gestionó los reclamos autonomistas de las colonias americanas en 1810 y que desembocaron, a pesar de las propias élites criollas, en la primera Independencia de América. Por ello no es de poca importancia lo que está ocurriendo en Catalunya. Su eventual separación de España abriría un debate pendiente en toda Europa sobre numerosas nacionalidades que hoy no existen jurídicamente, es decir, que no son un Estado, como es el caso de Euskal Herría (País Vasco) en España y Francia, Lugansk y Donetsk en Ucrania, Escocia en el Reino Unido o Bretaña y Lombardía en Francia.
El nacionalismo catalán es tan antiguo como la misma nación catalana. Su emblema nacional, la senyera (bandera amarilla con cuatro franjas rojas), es una de las divisas nacionales más antiguas pues data oficialmente de 1187. Después de una larga historia en la que casi siempre Catalunya fue independiente de facto, su sometimiento a Castilla ocurrió en 1714. Sin embargo, el actual sentimiento nacionalista catalán tiene su origen inmediato en el siglo XIX. Durante el siglo XX, la República Española (1931-1939) reconoció a Catalunya su carácter nacional y avanzó (aunque sin concluir) hacia el establecimiento de un Estado catalán dentro de un sistema federal. Posteriormente, la dictadura franquista negó y persiguió la cultura catalana intentando homogeneizar al país, en especial con la imposición del castellano y la persecución al idioma catalán. La expresión “hábleme en cristiano” viene de la costumbre que tenían las autoridades españolas de exigir a los catalanes que no se expresasen en su lengua y de paso denostar su idioma original.
Durante toda esta historia, el independentismo catalán había sido un fenómeno minoritario. Si bien casi todos los catalanes se han sentido (y se sienten) orgullosos de su identidad y muchos no se reconocen como españoles, ello no significa que la mayoría quiera la independencia. Hace diez años el independentismo no llegaba al 10% y hoy se acerca al 50%. ¿Por qué?
Puede haber dos causas. La primera es que la gestión de la crisis económica de 2008 ha depositado sobre los hombros de las clases trabajadoras de todo el país el costo de la “recuperación”, aumentando así la desigualdad y la pobreza, lo que ha provocado el surgimiento de movimientos sociales como “los indignados” y nuevos partidos como Podemos. Las clases trabajadoras catalanas sufren hoy dos expolios, uno por cuenta del aumento de la pobreza en general y otro porque son la comunidad autónoma que más aporta al presupuesto del país, haciendo que Catalunya tenga que subvencionar a otras comunidades autónomas menos ricas. De hecho, por cuenta de lo anterior, la calidad de vida se ha deteriorado gravemente en Catalunya en los últimos años.
El otro problema es que en los últimos años las demandas de Catalunya al gobierno de Madrid han sido por más autonomía política y económica y por el respeto a su cultura. Pero en este empeño, se han encontrado con un nacionalismo cerrero y retardatario, el castellano, que se niega a cualquier concesión. Para los nacionalistas castellanos (casi todos agrupados en el conservador Partido Popular), Catalunya sigue siendo un territorio conquistado y sometido (como en 1714), no reconocen la diversidad del pueblo español y siguen soñando con el delirante proyecto franquista de castellanizar (y evangelizar) a como dé lugar a catalanes, vascos y gallegos.
En 2004, el gobierno catalán (la Generalitat) propuso una reforma al Estatuto de Autonomía (norma constitucional que regula la autonomía de Catalunya) que fue aprobada en referendo por el pueblo catalán dos años después. La reforma pretendía actualizar el Estatuto de 1979 que se pactó durante la Transición del franquismo a la “democracia”. Dicha Transición había dejado por fuera temas importantes como el reconocimiento de Catalunya como nación y su autonomía presupuestal y administrativa. La propuesta fue recibida en Madrid con hostilidad. Se abrió un álgido debate en el que hubo más insultos y descalificaciones que argumentos, en especial por parte de la derecha que se negaba a cualquier modificación del Estatuto. Finalmente, en 2010, el Tribunal Constitucional, atendiendo una demanda del PP (ya en el gobierno), declaró ilegal la reforma.
Esta sin salida jurídica y política ha provocado que el soberanismo catalán se haya fortalecido últimamente. Incluso, sectores del progresismo biempensante o del marxismo más ortodoxo, que descalificaban el proceso soberanista por considerarlo improcedente o contrario a la restringida interpretación de la lucha de clases que ignora la clave nacional, hoy admiten no sin sorna que es legítima la aspiración de los catalanes de separarse de España, pues por cuenta de la crisis económica cada vez hay más españoles que quieren hacer lo mismo.
Una situación que hubiese podido administrarse dentro de los cauces institucionales (el debate parlamentario o el diálogo político) ha pasado a ser un asunto constituyente. La obstinación cerrera de los conservadores y la pasividad mediocre de los socialdemócratas pueden estar llevando al Estado español a su desintegración.
No obstante, a pesar de la aparente simpatía que pueda provocar el proceso soberanista, no debe caerse en la simpleza de apoyar el independentismo catalán porque sí. Siempre hay que hacerse la otra pregunta: ¿Cuál es el propósito? ¿Para qué? La historia muestra que en los diferentes procesos independentistas o autonomistas, la burguesía catalana se ha puesto al servicio del capital, traicionando las aspiraciones populares. En esta ocasión y una vez más, el movimiento independentista abarca todas las clases sociales y todos los sectores políticos, de izquierda y derecha. Por ello la independencia de Catalunya sin duda significará el reconocimiento cultural y nacional que los catalanes tanto han reclamado, pero también abrirá un nuevo escenario de disputa política. La independencia solo será una noticia positiva si su propósito es alcanzar la justicia social, la democracia y el socialismo y no para continuar imponiendo el neoliberalismo, esta vez, en una escala territorial más pequeña.
Catalunya independiente sí, pero socialista.