El deseo de figurar en el exterior nos hace caer muy penosamente en aquel maquiavélico refrán en el que “el fin justifica los medios”. Parecemos no darnos cuenta de que intentamos mostrar una mejor cara del país sentando las bases en una historia tan repetida y triste como la de un —si no el más— siniestro personaje como lo fue Pablo Escobar, el narcotraficante más poderoso del mundo en la década de los 80 y principios de los 90. Un personaje que a costa de todas las vidas que se llevó sigue facturando y que como un ídolo de la cultura popular cual Kurt Cobain o Michael Jackson parece tener una leyenda construida gracias al abollante mercado de Hollywood.
No es malo conocer el trasfondo de nuestra propia historia, porque no somos quienes para negar nuestro pasado en pos de corregir nuestro futuro, lo que es indignante es que todas esas producciones de Hollywood y las de Colombia se escuden en el hecho de que es para concienciar a las nuevas generaciones de este personaje, y en general, el estilo de vida que representa el narcotráfico y a nuestra patria como su triste abanderada. La mentira y la falacia se cae de su propio peso cuando de entre tantas versiones, dígase de la serie Narcos de Netflix, Escobar el Patrón del Mal, Surviving Escobar y muchas otras que deben haber hecho, lo que menos queda intacto es la historia intacta, ya que se le muestra al espectador de turno al Escobar todopoderoso y otros hechos que en sí mismo, se tergiversan. Esto no es hablar por hablar, Popeye —el antiguo astillero de Escobar— y Juan Pablo Escobar —hoy llamado Sebastián Marroquín— son los primeros en decir que muchos de los hechos son ficción, pero claro, no se oponen porque sus historias les traen a ellos directamente beneficios.
Y para que lo vayan sabiendo, estas producciones no ayudan en nada a la imagen de Colombia, ya que la gran reacción recurrente al mencionar la ciudadanía colombiana es “¿Pablo Escobar?” (vivo en Buenos Aires). Aunque ya no preguntan si consumimos o traemos drogas gracias a que somos vistos como gente buena y trabajadora merecidamente también por nuestros propios méritos.
En estos días sale la película de Barry Seal, piloto de Escobar infiltrado de la DEA protagonizado por nadie menos que Tom Cruise y la locación no podía ser otra sino Medellín gracias a la ley del cine colombiano de 2010. La ironía de esto es que esa ley se había implantado con el propósito de mejorar la imagen del país frente al mundo y no mostrar que somos un pueblo subdesarrollado en medio de la selva como siempre la meca del cine nos dio a conocer, pero tampoco es que esta clase de productos nos deje bien parados.
En cambio otras producciones como El abrazo de la serpiente o Colombia: Magia salvaje son tan auténticos y naturales y no recurren a la historia cliché y mala. Muestran algo mágico y real de lo que si vale la pena hacer alarde, pero si se sigue la tónica de la cultura narcomediática, Colombia se va a estancar en un bucle infinito de clichés y una curiosidad mal sana de parte de quienes no conocen, pero que al son de millones de dólares y estrellas famosas van a arrebatarnos lo único que nos queda por preservar dignamente: nuestra identidad.
